El trayecto desde la comunidad gallega hasta el continente helado se prolongó durante más de nueve días entre aviones y barcos

Xavier Fonseca
(Cangas-1982) Divulgador Científico. Creador de Historias del Tiempo. Siempre pendiente del cielo y doctorando sobre Cambio Climático.

Cangas, 1 de enero del 2020, 04.30 de la madrugada. Pocas horas después de las uvas, arranca el viaje a la Antártida. Una odisea que durará finalmente más de nueve días. El destino es la base científica española Juan Carlos I, situada en la isla Livingston, que forma parte de las Shetland del sur.

Todo comenzó, en realidad, muchos meses antes porque llegar al polo sur no es algo que uno pueda realizar por sí mismo ni contratar en una agencia de viajes, a no ser que se esté dispuesto a pagar 15.000 dólares por una estancia de unos pocos días. Para superar los 60 grados latitud sur hay que acudir al Comité Polar Español, el organismo científico competente que se encarga de seleccionar los proyectos de investigación y divulgación que participan en cada expedición antártica, que este año suma 33 campañas. Aprobadas las propuestas, los candidatos tienen que pasar un exhaustivo reconocimiento médico que incluye todo tipo de pruebas que deben superarse. Si se obtiene el apto médico, llega el carrusel de vacunas: meningitis, hepatitis a y b, gripe y fiebre tifoidea. Superada esta fase hay que empezar con el equipamiento necesario para la aventura. En la Antártida se impone la moda de la cebolla, que es una forma coloquial de decir que siempre hay que llevar encima al menos tres capas, y en función de la temperatura exterior, uno puede ir quitándose o poniéndose. Resulta imprescindible hacerse con unas buenas botas y un abrigo antiviento para combatir la intensa sensación térmica de frío que genera el aire antártico. Durante esta etapa de preparación del viaje uno espera, además, a conocer las fechas de la estancia, siempre entre enero y marzo, durante el verano austral. También saber cuál será la ciudad de salida. Las opciones son Punta Arenas (Chile) por vía aérea hasta la isla Rey Jorge, el lugar donde existe lo más parecido a una pista de aterrizaje en la Antártida o Ushuaia (Argentina) a través del paso de Drake. En este caso será por aire.

Cruzando el ecuador

La jornada de Año Nuevo se presenta muy larga. Hay que completar la ruta desde Vigo hasta la Patagonia chilena, pasando por Santiago. En total, unas 20 horas de un trayecto con mucha turbulencia. Antes de llegar al extremo sur de la Tierra se atraviesa el ecuador, donde está la zona de convergencia intertropical, un cinturón perpetuo de nubes de tormenta. Los avisos del comandante son constantes: «nos acercamos a una zona de turbulencias, abróchense los cinturones».

En Punta Arenas hay que estar pendientes del teléfono. Un grupo de whatsapp va informando sobre el vuelo fletado por el comité polar surcoreano en el que subiré a bordo con investigadores de otros países. Antes del 6 de enero el avión no saldrá. Los imprevistos invitan a reflexionar sobre la naturaleza del destino que aguarda.

Las horas en Punta Arenas sirven para conocer la delicada situación que atraviesa Chile, de la que dan buena cuenta los locales de la ciudad, casi todos dañados. A un lado de una calle, los manifestantes lo pagan con el inmobiliario mientras al otro un camión circula liberando un gas lacrimógeno de forma indiscriminada. Uno entiende rápido el problema. En los supermercados despachan mujeres que superan fácilmente los ochenta años. Lo mismo ocurre con los taxistas y los camareros. Los sueldos precarios y las pensiones privadas han provocado que los chilenos no se puedan jubilar. Ahora se están rebelando contra el sistema y exigiendo cambios profundos en la Constitución.

Dos vuelos cancelados

A las ocho de la tarde del domingo las informaciones sobre el vuelo del lunes son confusas. Algunos dicen que el tiempo en Rey Jorge no permite aterrizar, pero nos convocan igualmente para la mañana siguiente en el aeropuerto. Acabará siendo un día muy pesado que termina con la cancelación del vuelo. El investigador español Andrés Barbosa, uno de los científicos que más saben de pingüinos del mundo y gran conocedor del universo antártico nos envía un mensaje de ánimo y un consejo. «Lo primero que se aprende en la Antártida es a tener paciencia». 24 horas después era fácil entender el significado de sus palabras. A las ocho de la mañana regresamos a la terminal y a las seis de la tarde suspendieron el vuelo otra vez. La niebla en Rey Jorge no levantaba y aterrizar era una maniobra demasiado peligrosa en un aeropuerto que no es precisamente como Lavacolla.

El jueves, el pesimismo reinaba ya muy temprano en la terminal. Sin embargo, sobre las diez de la mañana dieron el aviso de que se había abierto una ventana de oportunidad hasta el mediodía y los tres vuelos a la Antártida empezaron a despegar rápidamente. El nuestro era el último y no salía. Aquellos fueron unos minutos muy tensos. Finalmente despegamos y tras un aterrizaje brusco pisamos suelo antártico. Poco después la niebla  cubría la pista. Si hubiésemos salido diez minutos más tarde seguramente hubiésemos tenido que dar la vuelta. Pero ya daba igual, la alegría era infinita.

Playa donde está situada la base científica española Juan Carlos I
Playa donde está situada la base científica española Juan Carlos I Fonseca

Durante la siguiente media hora, mientras trataba de gestionar la emoción del momento, un vehículo de la armada española nos había recogido y dejado en la orilla de una playa donde había una simpática pareja de pingüinos. Nos pusimos un traje de seguridad tan aparatoso como el de un astronauta y embarcamos en una zódiac rumbo al buque oceanográfico Hespérides. El gélido e intenso viento helaba las manos, aunque lo que de verdad estremecía era el paisaje. Una sensación que también me acompañó durante la travesía hasta Juan Carlos I, en Livingston, la base científica española en el fin del mundo.