Tempus fugit decían los latinos. El tiempo llega, reparte su cupo de tristezas y alegrías, éxitos y fracasos y luego huye hacia donde nadie sabe. Tal y como ocurre con las personas, hay buenos y malos tiempos. Desde hace, menos de tres decenios, el ser humano, al menos, el habitante del mundo Euro-USA , podía sentirse orgulloso de su tiempo. Había puesto a un hombre en la luna y preparaba las maletas para viajar a Marte. Algo que la mente más prodigiosa de la historia de la humanidad, la de Johannes Kepler no se había atrevido ni a imaginar. Y resulta que ahora, de repente, un bicho-virus invisible nos impedía desplazarnos al bar de la esquina. Tomarse una copa en la barra en compañía de más de cinco amigos se había convertido en un pecado capital. Unos amigos con los que el codazo había sustituido al abrazo y en los que la mascarilla impedía detectar esa maravilla de la expresión que es la sonrisa. “Teño medo dunha cousa /que vive e que non se ve” había escrito Rosalía y lo que había nacido como una metáfora se nos ha convertido en una realidad omnipresente. Una realidad ante la que lo único seguro es quedarse en casa. Y ese es el verbo y la urgencia del momento. Ser capaz de confinarse. Meter el freno, pero evitando meter la marcha atrás.
Nos quedamos en casa ayudados por la tecnología del ordenador y de la televisión. El teclado prodigioso del ordenador nos permite conectar con la realidad. Incluso con la más remota. En la pantalla del televisor intentamos la desconexión propia del entretenimiento. Pero el peligro consiste en que tantas voces e imágenes acaben acallando nuestra propia voz interior. Necesitamos hablar. Ahora más que nunca necesitamos un prójimo con quien mantener una conversación interesante.
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