
Canadá, Estados Unidos y Siberia llevan días sometidos a una impresionante y letal ola de calor cuyo desenlace aún se desconoce. A los incendios sin fin desatados por el tórrido ambiente -desencadenante a su vez de fuertes vientos cálidos y tormentas eléctricas capaces de desencajar el cielo- se une la casi certeza de que tras el humo vendrán los cadáveres. Entre el calor y el fuego se contabilizan ya más de mil muertes solo en Norteamérica, pero se espera que su número se multiplique porque todavía el infierno sigue a la conquista del hemisferio norte.
Algunos de los países que ahora mismo deberían ser los más frescos por su cercanía al Ártico registran, según los meteorólogos, valores propios de Bagdad o Marrakech en agosto. El episodio térmico ha elevado 20 grados de golpe su temperatura habitual removiéndolo absolutamente todo: las noches, a 22-26 grados de media si se está lejos de los incendios, son lo que deberían ser las mañanas; el hielo -todavía consistente en esta época en las montañas canadienses- se licúa velozmente y los bosques tradicionalmente frescos y verdes atraviesan una sequía histórica, incluso en Siberia.
El origen ha sido sobradamente explicado: un fenómeno de altas presiones atrapa contra el suelo enormes masas de aire que, al comprimirse, generan calor. A eso se suma el calentamiento producido por el efecto del sol día tras día y la pérdida de humedad de la superficie, que a su vez aumentan la temperatura a cotas superlativas. Y así hasta matar a 719 personas en la Columbia Británica canadiense en solo siete días por muertes súbitas o paradas cardíacas.
El ejército fue movilizado ayer con el envío de aviones y helicópteros militares desde Ottawa para evacuar las ciudades afectadas por los incendios y el veneno de un humo fantasmal y denso visible a nivel satelital. De Lytton, el pequeño pueblo entre montañas que alcanzó 49,6 grados el miércoles, ya no queda ni rastro. En un solo día ardió como una antorcha. Los valles canalizaron el viento abrasador como si se tratara de un secador de pelo.
Bastó una llama para acabar con todo. No se recuerda un suceso así en la historia del país.