La ley del «solo sí es sí» supera el trámite del Congreso y avanza hacia el Senado. Más de un millón de españolas han sufrido violencia sexual. Casi medio millón reconocen haber sido violadas al menos una vez en la vida
27 may 2022 . Actualizado a las 13:34 h.Han hecho falta más de dos años para sacar adelante la ley del «solo sí es sí», una norma que ha enfrentado al Gobierno e incomodado a sus socios parlamentarios y que para por fin conseguir ayer el apoyo de la mayoría del Congreso se ha visto obligada a aparcar las medidas relativas a la explotación sexual. La Ley de Garantías de la Libertad Sexual cambia el paradigma a la hora de juzgar los delitos sexuales —la víctima ya no tiene que probar que fue un acto contra su voluntad: es el agresor el que, para defenderse, debe demostrar que fue consentido— y modifica el Código Penal para que todo sea agresión sexual, haya o no violencia. Las penas se agravan si se usó la fuerza, si el ataque fue grupal, si el agresor era pareja o familiar, o si para anular la voluntad se recurrió a sustancias de sumisión química.
Además, la nueva ley —aprobada a pesar de la oposición del PP y Vox, y la abstención de la CUP— prohíbe los anuncios de la prostitutas, castiga la difusión de vídeos íntimos sin permiso, permite acreditar a alguien como víctima sin necesidad de denuncia, tipifica el acoso callejero y crea la figura de «acoso ocasional», «expresiones, comportamientos o proposiciones sexuales o sexistas» que pongan a la víctima en una situación «objetivamente humillante, hostil o intimidatoria». ¿Es una normativa radical, exagerada, que «convierte el piropo en delito»? ¿Destruye la imparcialidad y la neutralidad del Derecho la perspectiva de género?
Según la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer, más de un millón de españolas han sufrido violencia sexual fuera de la pareja y casi medio millón reconocen haber sido violadas al menos una vez en la vida. Una de cada cuatro chicas de entre 16 y 24 años han sido víctimas de acoso reiterado, el 13 %, antes de cumplir los 15. Las mujeres conviven con ello, se las educa para estar alerta. De madrugada, en el trabajo, en el ascensor, en los bares. La mitad de las que han sufrido algún episodio de este tipo han vuelto a ser víctimas en alguna otra ocasión. Cuando se despiden unas de otras, siempre prometen que avisarán al llegar a casa.
«Todos los hombres que lo vieron y no hicieron nada fueron cómplices»
Lucía (Santiago, 36 años) acababa de despedirse de su amigo, con el que había salido a cenar por la rúa do Franco, en Santiago, cuando de camino a casa un «señor», de «unos sesenta y pico años», la agarró del brazo y le tocó el culo. «Me lo quité de encima increpándole, y el tipo empezó a llamarme 'puta', a decirme 'no eres tan guapa, niñita', 'tú qué te crees' —cuenta—. Y todo ante el absoluto beneplácito de los que estaban a su lado y de un grupo de chavales universitarios que asistían tranquilamente al espectáculo, sin decir nada, mientras se tomaban unas copas».
Lo que realmente le apeteció a Lucía en aquel momento fue coger la copa que el hombre tenía en la mano y «estampársela en la cara», pero no hizo. Sacó el teléfono temblando, «nerviosísima», y envalentonada le dijo que iba a llamar a la policía, no porque creyera que si venía un agente fuese a creerla o a darle la importancia que tenía a lo que estaba sucediendo, admite, sino como «método de presión». Solo entonces uno de los presentes intervino, no para defenderla, sino para —entre risas— excusarle a él. «Es que ha bebido mucho, no se lo tengas en cuenta, la mujer lo va a matar».
«Me fui a casa súper asustada, no pegué ojo mirando por la ventana, porque habían visto el portal en el que había entrado», detalla reviviendo el momento. «Si en aquel momento aquel hombre hubiese decidido haber ido más allá, lo hubiese hecho sin ningún tipo de problema, nadie lo hubiese parado y yo, para salvaguardar mi seguridad, habría tenido que acceder», deduce ahora. «Todos los que esa noche vieron aquello y no hicieron nada fueron cómplices», censura.
«Me fui a casa con un chico y me desperté en mi portal sola, con la cabeza abierta, sangrando»
El primer recuerdo que le viene a la cabeza a Alba (Barcelona, 34 años) es el de estar sentada en el suelo, delante de su portal, descalza y sangrando por la cabeza. Solo cuando la empleada de la panadería del barrio que salió a ayudarla y llamó a la ambulancia le contó lo que había visto, empezó a reconstruir lo sucedido: la discoteca Apolo y un chico con el que terminó yéndose a casa. Había bebido mucho. Apenas se acordaba de algo.
«La chica de la panadería, que me vio llegar con él unos minutos antes de encontrarme totalmente desorientada, me dijo que él venía gritándome, que su actitud era violenta —explica—. No llegamos a subir a casa, mis llaves y mi cartera estaban en el descansillo; no sé lo qué pasó, si me caí y me dejó ahí tirada o si me agredió». Tenía dos moratones en el brazo, marcas de la presión de una mano en el bíceps.
Denunció, pero nunca supo más. Gracias a un amigo, pudo revisar las cámaras de seguridad de la discoteca. Al encontrarse, saliendo del local, retrocedió en su camino y «se vio completamente ida». Vio cómo él la empujaba, cómo le tiraba del pelo. «Una amiga de una amiga, que trabaja con este tipo de situaciones, me dijo más tarde que me tendrían que haber hecho pruebas por si acaso me habían drogado. ¿Por qué me fui con ese chico si me estaba tratando así?».
«Empezó a seguirme a los 15 años, casi rozándome, y a veces se masturbaba»
Carmen (Ferrol, 1984) hace memoria: «Creía que todo había empezado a los 16, pero tuvo que ser antes, porque entonces todavía no iba al instituto, debía tener 15 años». Un día, camino del colegio, se dio cuenta de que un chico la seguía, tan cerca que casi la rozaba. Volvió a aparecer al día siguiente. Era joven, tenía buena pinta, recuerda. «Esperaba en mi portal o en los de al lado, disimulando, y en cuanto salía se me pegaba. A veces incluso se masturbaba, con la mano dentro del bolsillo». Ella nunca le dijo nada, no entendía lo que estaba sucediendo.
Después de comentarlo en casa, su madre empezó a escoltarla todas las mañanas y él desapareció, pero años después apareció de nuevo: «Lo veía cuando salía de noche, merodeando solo, y no me quitaba ojo. En una ocasión, me lo encontré volviendo a casa, era ya muy tarde y la calle estaba vacía. Eché a correr y él me siguió. Entré en el portal casi sin aliento y le cerré la puerta en la cara, intentó abrirla, pero no fue capaz». Recuerda perfectamente su cara al otro lado del cristal. «No sé qué hubiese pasado si llega a haberme alcanzado», dice.
«Me acorraló, intentando abrirme las piernas; ya nunca vuelvo sola a casa»
«Durante un tiempo todas las caras que veía en el metro me parecían él». Diez años después, solo recuerda sus pupilas dilatadas. Paula (Valencia, 42 años) volvía a casa después de una noche de fiesta con amigos en Madrid —donde vivía entonces—; se despidió de ellos y se fue sola. Bajaba de Tirso a Acacias por la cuesta del rastro cuando escuchó unos pasos que se acercaban corriendo. Pensó que era alguno de sus amigos que quería gastarle una broma. «Antes de que me diese tiempo a girarme, un tipo me empujó por la espalda y me tiró al suelo».
Cuenta que la acorraló e intentó abrirle de piernas. «Desde que me caí, pensé: ‘Me voy a morir'», admite. «Asustadísima», se defendió como pudo, a patadas y codazos, mientras él intentaba arrastrarla a una calle lateral. A lo lejos, vio un hombre paseando al perro y gritó. Aprovechó su susto y logró soltarse. «Ya nunca vuelvo sola a casa. Estuve mucho tiempo en shock. Si alguien me sorprendía por la espalda para saludarme, me daba un ataque».
Fue a poner una denuncia con un amigo y el policía, «muy comprensivo», le dijo que tenía que ir a la médico a que le hiciese un parte de agresión. «Ella me habló como si me lo hubiese inventado. La sensación era todo el rato que creía que lo que estaba contando no era verdad». Al día siguiente, le salieron todos los moratones en las piernas.