Es como un junco. Fayna Bethencourt se dobla hasta el límite del quiebre, pero al final nunca se rompe. La dignidad en la mirada mientras construye, tranquila, un relato bien hilado de 16 años. Exactamente la misma dignidad que nunca pudo arrebatarle a Ana Orantes su maltratador y asesino. Y hay dolor, y hay dureza y hay horror en el recuerdo de todas las agresiones físicas, desde el primer apretón hasta la última paliza.
Y sin embargo, lo realmente áspero está en el gesto furtivo de frotarse la mano, mirar al suelo y no reconocerse en una mujer que en algún momento has sido. En el derribo metódico y cruel, hasta los cimientos. En ese a lo mejor tengo que corregir cosas. En construir, poco a poco, a fuego lento, un mecanismo mental tan despiadado que lleva a pensar que tampoco es tan malo, porque podía haberme matado y al final no lo ha hecho.
Y después de todo, después de decir esta es la última vez que huyo con mis hijos, después de sobrevivir a la demolición emocional del juzgado, tras la condena, sigue el miedo a acabar saliendo en el telediario. Y escuchar, de tu propia carne, una pregunta tan pertinente que cae sobre la sociedad como un mazazo. ¿Esto no había terminado? Hasta dónde tiene que seguir siendo vapuleada una superviviente. Cómo es posible que no hayan arrestado aún a Carlos Navarro.