Ángeles Puga pasó 42 días en la uci con covid: «Creía que había arañas en el techo, que veía la playa por la ventana»

María Viñas Sanmartín
maría viñas REDACCIÓN / LA VOZ

SOCIEDAD

Ángeles con Juan Cortés, su médico de la uci, en una visita sorpresa cuando estaba ingresada en planta
Ángeles con Juan Cortés, su médico de la uci, en una visita sorpresa cuando estaba ingresada en planta Comunicación Sergas Ourense

A los 71 años, superó dos neumonías en lo peor de la pandemia. Cuenta ahora su historia, cuando las unidades de críticos están ya casi vacías de pacientes con covid

15 abr 2023 . Actualizado a las 09:42 h.

Ahora que los enfermos con covid son la excepción en las ucis gallegas —aunque ayer había dos, el miércoles el contador del Sergas se quedó por primera vez a cero en casi tres años—, Mari Ángeles Puga advierte, con la autoridad que le otorga haber salido adelante tras 42 días en la unidad de críticos del CHUO, de que, «el bicho» sigue ahí, de que, ojo, no ha desaparecido. En su voz hay satisfacción por lo superado, pero también alerta, el tono avizor que comparten los que creyeron que de esta no salían y que, desde entonces, mantienen un solemne respeto a un virus que llegó a poner en jaque a medio mundo.

A sus 74 años —pensó que no llegaría a cumplirlos—, cuenta su historia mientras, ágil, prepara la comida en su casa de Figueiredo, una pequeña parroquia de Paderne de Allariz, en la provincia de Ourense. Hace tres años guardaba reposo, intubada, en una cama de cuidados intensivos en la que ingresó con un negro pronóstico. Los médicos le indujeron un coma, y durante 15 días la mantuvieron sin conocimiento, peleando por su vida. Llegaron a decirle a su hijo y a su hija que no había nada que hacer. «Pero aquí estoy, sobreviví, gracias a Dios y a todo el personal sanitario», dice. Hoy hace vida normal. «Las cosas me cuestan, claro. Pero yo me ducho, camino. Yo limpio mi casa. Lo que antes hacía en media hora, ahora me lleva tres, pero ¿qué más da? Tengo todo el tiempo», comenta.

Puga ingresó el 25 de marzo del 2020, apenas diez días después de que el Gobierno declarase el estado de alarma. Fue la paciente covid número 12 del hospital de Ourense, al que llegó en una ambulancia que le envió su médico tras días de vómitos y fiebre. «No me dijo que me había contagiado, porque no lo sabía; entonces sabíamos muy poco de la enfermedad —recuerda—. Pero me vio mal, muy mal. Me pidió que no me asustase, que no tenía que ser el coronavirus, pero me avisó de que ante la duda prefería ingresarme». ¿Cómo se infecta alguien que vive en el campo, rodeado de hórreos y viejas canteras, lejos del bullicio de las multitudes? «Creo que fue en el supermercado —deduce Mari Ángeles—. Recuerdo haber ido un día que estaba muy lleno, hacer cola durante más de media hora, con todo el mundo pegado, sin mascarillas. Entonces aún no había, no las llevábamos».

Un par de días después empezó a encontrarse mal. Confirmaron su positivo en el CHUO y rápidamente la derivaron a la uci, una estancia de la que solo recuerda retazos. Tiene lagunas y sensaciones que, dice, no fueron reales. «Por momentos pensaba que me habían secuestrado; otros, que había arañas en el techo. Creía que estaba en un primer piso y por la ventana veía arena de playa, y en realidad estaba en una quinta planta, muy lejos del mar», explica.

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Cuando despertó del coma ni siquiera podía hablar, y no era capaz de moverse. Tenía la tráquea dañada, y las bronquiectasias —dilataciones de los bronquios— que ya padecía antes del covid entorpecieron su recuperación, tanto que tuvo que empezar prácticamente de cero. «Parecía un robot, tenía tubos por todo el cuerpo: por la nariz, por la boca, por el pescuezo, por abajo... —relata—. Cuando me los quitaron y me pasaron a planta, lo primero que me dieron de comer fue un filete duro como una piedra, pero ¡cómo me supo tras más de un mes alimentándome de esa porquería a través de jeringas! Me pareció el filete más rico que había comido nunca».

Se emociona especialmente al evocar dos momentos: el reencuentro con sus hijos y una visita sorpresa de su médico intensivista, el doctor Juan Cortés. «Durante casi dos meses no vi a mi familia y eso es lo más doloroso que puede existir, estar lejos de los tuyos, no poder verles. Si me llego a morir, ni siquiera podría haberme despedido de ellos, eso es horrible —reflexiona ahora—. Cuando pudieron empezar a venir a verme, comencé a revivir, porque les veía».

Para los sanitarios que se mantuvieron a su lado todo el tiempo que pasó hospitalizada, Mari Ángeles solo tiene buenas palabras. «¡Ay, los médicos! Aún hace poco que vinieron a visitarme aquí, a casa —cuenta, entusiasmada—. Y el doctor Cortés, que me cuidó en la uci, mi amigo, mi paño de lágrimas, subió a planta a darme una sorpresa y fue una alegría muy grande. Las enfermeras eran encantadoras; el fisio, lo mismo, y también se acercó a casa». Todos, dice, tenían por entonces mucho miedo. Pero todos, subraya, «se portaron de maravilla».

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Cuando volvió a casa, tras haber superado hasta dos neumonías, todo el pueblo la esperaba en la puerta. Aún sigue con secuelas, y con ellas se irá a la tumba, asume. Pero todo —observa— es menor de lo que ya pasó.