Iñaki Piñuel, experto en «bullying»: «Si a un niño le pegan, tiene que defenderse; es obligatorio»
SOCIEDAD
«La secuela habitual del acoso escolar es un trastorno de estrés postraumático que al cronificarse da lugar a cambios en la personalidad». «Nuestro profesorado está educado en el paradigma del buenismo, en todas estas estupideces que defienden que castigar es antipedagógico»
03 may 2023 . Actualizado a las 16:59 h.Doctor en Psicología por la Universidad Complutense, Iñaki Piñuel es autor del primer test español para detectar el bullying y del Método AVE para prevenir el acoso y la violencia escolar en los centros educativos.
—¿Qué consecuencias tiene el «bullying» a medio y largo plazo?
—Es un problema de por vida para quien lo ha sufrido, que termina siendo un adulto dañado de manera permanente. La secuela habitual del acoso escolar es un trastorno de estrés postraumático que al cronificarse da lugar a cambios en la personalidad. Esto es lo que explica la introversión del adulto, sus miedos e incluso las adicciones que arrastra, porque el adolescente que siempre está nervioso, que siempre tiene ansiedad, suele comenzar a tirar de los calmantes que más a mano tiene, que son el alcohol y las drogas. Además hay una mala praxis, una mala identificación. Muchos niños, víctimas de bullying, son diagnosticados erróneamente de trastornos de déficit de atención o hiperactividad, cuando la inquietud psicomotora es propia del estrés postraumático. Los centros siguen sin hacer nada. Mucho decir que todos estamos contra el acoso escolar, pero la verdad es que no hay voluntad política de hacer prevención, que es lo único que puede terminar con este problema. Se sigue prefiriendo que la víctima se vaya del colegio o del instituto, o se muera directamente. Las autoridades educativas de los centros y de los gobiernos autonómicos siguen negando el problema; afirman su existencia a nivel teórico, pero no asumen que en sus centros o en sus comunidades haya casos. Y lo dicen sin haber hecho jamás ni una mínima evaluación. Medir es la única forma de detectar los casos.
—¿De qué manera se evalúa si en una clase hay casos de acoso?
—Hay herramientas para evaluar el acoso escolar, como el Test AVE, y métodos para prevenir el acoso que buscan detectar tempranamente las primeras manifestaciones, que es el único modo de detenerlo. El acoso escolar es un proceso en cuatro fases; a partir de la tercera ya no hay forma de revertirlo, porque el grupo entero ya está contaminado. En el 95 % de los casos, el problema se está detectando cuando ya ha pasado la tercera fase.
—¿Cuáles son esas cuatro fases?
—En la primera aparecen comportamientos puntuales de acoso: burlas, collejas… Es una situación general, de todos contra todos, que si no se ataja da lugar a la segunda fase, donde la agresividad se concentra en un único niño que, por alguna razón —a veces porque es diferente a la mayoría, porque ha llegado nuevo, porque es señalado por alguien— se convierte en destinatario de la violencia, como un pararrayos. Ese «todos contra todos» se termina convirtiendo en un «todos contra uno». Las conductas se repiten contra un cierto niño, que ya es la víctima, y ya no es de vez en cuando, sino constantemente y contra la misma persona. Pero incluso ahí todavía se puede intervenir, ahí es donde tendría que actuar la escuela para detener el acoso. Como no se hace nada, el niño que recibe esos ataques repetidamente —ese aislamiento, ese bloqueo social— termina adoptando un perfil bajo. Hay muchas conductas de acoso, pero la mayoría no son violencias físicas, como la gente cree. El acoso escolar no es un problema de violencia física, es sobre todo un problema de violencia psicológica, que es la menos detectable. Y así se llega a la tercera fase, donde ya no hay marcha atrás. ¿Qué ocurre entonces? Que como el centro escolar no ha protegido a la víctima, no ha sancionado determinadas conductas a tiempo, el resto de niños de la clase se van adhiriendo por imitación al que ha iniciado el proceso, y la víctima se convierte en un chivo expiatorio, en el blanco de toda la violencia del grupo. Ya no es uno contra uno, ni dos contra uno, ni tres contra uno: es un todos contra uno. Y aquí es cuando los daños psicológicos comienzan a instalarse en la víctima.
—¿Qué problemas empieza a mostrar el niño?
—Suele empezar a tener problemas físicos, de somatizaciones, de ansiedad, problemas de inquietud, de concentración, de rendimiento escolar. Y cuanto más tiempo pasa, peor está, con lo cual empieza a faltar al colegio. La cuarta fase es la de la salida, que es como terminan todos los casos: el niño queda destruido y, por tanto, desaparece: no quiere ir a clase y se le cambia de colegio, porque interviene la inspección educativa, que casi siempre lo hace tarde y mal, sacando al niño de la escuela. Ese niño se tiene que ir de su entorno, de su barrio, incluso a veces de su ciudad o de su pueblo, porque eso queda contaminado. ¿Problema? Que el grupo se ha acostumbrado a tener un chivo expiatorio y va a buscar a otro al que señalar y convertir en el nuevo acosado. Necesita repetir el patrón porque ha visto que ha funcionado. Y la buena convivencia de la que tanto presumen los centros educativos está basada justamente en esto: un proceso de victimización sobre la espalda de chivos expiatorios que son los que pagan esa buena convivencia, porque no hay grupo que conviva mejor que el que tiene una víctima o varias para reagrupar o religar al grupo.
—¿Qué gratificación recibe el que abusa al ejercer esa violencia?
—Lamentablemente, los niños aprenden muy pronto que machacar a un compañero les da poder social, autoridad, el protagonismo que quizá en sus casas no tienen, porque han sido abandonados emocionalmente o porque allí son ellos los machacados. Muchos de los que instigan el proceso de acoso han sido víctimas o de violencias físicas graves muy tempranas en casa o de un abandono emocional importante. Son los que lanzan la bola a rodar. Pero la mayoría del grupo, el resto de la clase, acaba funcionando por mimetismo grupal, imitan la conducta del que instiga. Cuando un grupo está en esa fase, ya no hay nada que hacer, hay que sacar al niño acosado de ahí porque, si no, lo matan, lo terminan matando psicológicamente.
—¿Cambiar de colegio es la solución?
—En ese punto sí. Pero la solución es actuar antes, porque lo que sucede es que se cambian de centro y siguen siendo víctimas. Esto la gente no lo entiende, y lo que dice es: «Este niño ya va por el tercer caso de acoso, ya lo han cambiado varias veces de colegio… A lo mejor el problema es suyo». O: «Si en todas partes le hacen bullying, será por algo». Y esto lo dicen tutores, orientadores, psicólogos. Es un desastre no entender que un niño con un perfil bajo, dañado por estrés postraumático, con ansiedad y angustia, enseguida es detectado por el siguiente grupo como un candidato estupendo para ser de nuevo un blanco de burlas y agresiones. ¿Resultado? Se le vuelve a hacer lo mismo, se le cuelga la etiqueta de que tiene antecedentes y se le marca, se le estigmatiza, ya es «el niño que tiene un problema». Si ese niño hubiese pegado un tortazo a quien se metiese con él, este se dirigiría a otro compañero, ya no le haría nada, pero al estar marcado, dañado psicológicamente, tiene todas las papeletas para que la situación se repita una y otra vez. El resultado es que ese niño, repitiendo estos procesos aquí y allá, se convierte en un adulto altamente vulnerable a otras formas de maltrato. Probablemente va a recibir violencia en la pareja, en la familia, va a sufrir acoso laboral. La vulnerabilidad es un imán para los depredadores.
—Entonces, el niño que recibe un ataque ¿debe devolverlo?
—Si tú le dices a un niño que no pegue cuando le pegan, le generas una cosa que se llama indefensión aprendida, un perfil propiciatorio de víctima. El niño tiene que defenderse. El profesor no puede decirle a un niño que si devuelve un ataque recibirá un castigo. ¿Qué opción le deja? Si devuelve la agresión para defenderse le va a castigar; si no, le van a pegar más todavía, que es lo que al final pasa. La salida no es pegar; la salida es que en un centro escolar no se admitan esas conductas y que el primero que las haga reciba la sanción, quien sea. No puede pasar desapercibida ni la primera burla, ni un mote ni una colleja de broma. Nuestro profesorado está educado en el paradigma del buenismo, en todas estas estupideces que defienden que castigar es antipedagógico y sancionar conductas es propio del pasado, de la dictadura, y esto desemboca en una generación entera de niños indefensos. El acosador acaba libre, nada le ocurre ni es sancionado, y la víctima no se defiende. Y al final esos casos van a más. Si a uno le pegan, hay que defenderse. Es obligatorio.
—¿La herida llega a cicatrizar en algún momento?
—El trastorno de estrés postraumático es uno de los pocos cuadros psicológicos que no remiten espontáneamente con el paso del tiempo. La gente dira: «Qué trauma ni qué trauma, si no ha habido ninguna violación, no ha habido palizas ni nada muy grave». Es lo que se llama un trauma complejo, porque no surge a base de un acto muy radical ni muy intenso. La repetición de conductas que aisladamente no son muy graves, acumuladas de manera repetida en un entorno inescapable, como es la escuela, producen un daño que se cronifica en un cuadro postraumático. Y esto da lugar a cambios en la personalidad que llevan a ese niño a ser en su vida adulta altamente vulnerable a otros procesos de maltrato.
—¿Pero es posible volver a ser una persona funcional?
—Lo es, pero debe trabajase con técnicas de superación del trastorno postraumático. A estas personas no se les puede decir que tienen una depresión. Hay que evaluar la carga de trauma, cosas que no se habían identificado como causantes de un cuadro postraumático, que se ha cronificado. No se han dado cuenta de que los cambios en su forma de ser proceden del daño que les hicieron de niños y, aunque este daño ha terminado, porque ya no están sufriendo bullying, las secuelas siguen ahí, y deben ser revertidas. No remiten espontáneamente con el paso del tiempo. Un trastorno postraumático es un hematoma psíquico que no ha sido evacuado de la mente. Y aunque hayan pasado 30 años, para la mente es como si el trauma hubiera ocurrido ayer por la tarde.
—¿Puede ser que alguien haya sido víctima de acoso en el colegio y no sea consciente de ello, que no lo haya identificado como tal?
—Esto sucede muchísimo. Hasta el año 2002 en España nadie hablaba del bullying, se seguía diciendo que eran cosas de niños, que no había que meterse, que las burlas y las collejas siempre habían existido. La mentalidad ha cambiado, pero a día de hoy todavía hay muchas víctimas de bullying que han pasado por una situación de acoso escolar sin saber que se llama así, sin saber que lo han sufrido. Sí saben que en su clase había un cabrón que les hacía la vida imposible, que les chantajeaba o les pedía dinero, o a veces otras cosas, porque se nos olvida que el bullying también está asociado a ciertos comportamientos de acoso sexual, pero han crecido sin saber que la causa de sus secuelas psicológicas es un problema que a ellos les dijeron que no era un problema, que era una cosa normal. Y, como todo lo que se deja o se malentierra, al final acaba saliendo. El acoso escolar es un problema de muchísimos adultos que no saben que lo que tienen no es una depresión ni de ansiedad, sino un cuadro postraumático cronificado que exige terapias específicas.
—¿Qué pasa con el matón cuando se hace adulto?
—Hay estudios que nos dicen que la mayoría se convierten en problemas sociales. Imagínate qué hará en la adolescencia el niño que aprende que le puede quitar la merienda a su compañero porque no va a pasar nada. Y el que ve que en el colegio no se le sanciona, lo que va a entender es que la sociedad no le va a sancionar y que entonces todo vale; se internaliza un «todo, vale» que convierte funcionalmente a esos niños en psicópatas o sociópatas, niños que no tienen norma moral internalizada. La norma moral se adquiere con las contingencias.
—¿Y qué debe hacer el que ve cómo acosan a otro?
—La mayoría empiezan siendo testigos mudos, pero acaban entre la espada y la pared: sienten la obligación natural moral de ayudar a un compañero que está sufriendo, pero también sienten miedo de defenderle, por si les pasa lo mismo. Entonces se quedan parados, como testigos. Pero cuando el problema aumenta y se repite, una vez y otra vez, empiezan a percibir a la víctima como merecedora de lo que le están haciendo. No tardan en justificar el acoso y terminan participando en él por imitación de la mayoría. Esto pasa de manera masiva. Los testigos mudos acaban uniéndose al agresor. El que mira la violencia y no interviene, no tarda en justificarla y en verse arrastrado, porque la violencia es mimética.