El secuestro de Mélodie Nakachian: once días de vértigo que se resolvieron por un golpe de suerte
SOCIEDAD
La pequeña, hija del multimillonario libanés Raymond Nakachian y de la extravagante cantante de ópera pop coreana Kimera, fue raptada a plena luz del día en la Costa del Sol por una banda de hombres armados. Todo se resolvió por una cartera encontrada en plena calle
20 may 2024 . Actualizado a las 13:32 h.El secuestro de la pequeña Mélodie Nakachian en Estepona, cuando tenía solo 5 años, mantuvo en vilo a toda España y buena parte del mundo en 1987. Y no era para menos. El caso tenía todos los ingredientes de una adictiva y excitante historia. Su padre: un empresario multimillonario libanés, traficante de oro y cinturón negro de judo; su madre: una cantante de ópera pop descendiente de una monarquía coreana, diplomada en literatura francesa por la Sorbona y siempre adornada de exóticos y extravagantes maquillajes faciales; el entorno: la parte más selecta de la Costa del Sol.
Raymond Nakachian y Kimera, así se llamaban los progenitores de la niña nacida en Las Vegas, se habían instalado apenas un año antes en una impresionante mansión en la Costa del Sol, donde participaban de todos los excesos de la jet set marbellí. Todo parecía la vida soñada. Hasta que una tarde de noviembre del 87, dos furgonetas de encapuchados armados con escopetas raptaron a la pequeña a plena luz del día y dio comienzo una carrera contra reloj para conseguir su liberación.
Once días de negociaciones, chantajes millonarios, cartas con un mechón de pelo y una grabación con la dulce voz desesperada de la niña que terminaron, súbitamente, por un feliz golpe de suerte: una cartera extraviada en plena calle que contenía las pistas definitivas para dar con los secuestradores.
Una historia que parece salida de una película de acción de los 80, pero que fue completamente real, y que el programa de Mamen Mendizábal, Anatomía de..., trae de vuelta en el programa de este domingo, 19 de mayo.
Raymond, el traficante de oro con negocios milmillonarios
Raymond Nakachian nació en Beirut y, tras estudiar en un monasterio en Jerusalén, con 20 años se fue a Inglaterra a estudiar Medicina. Pero lo que verdaderamente le interesaban eran los negocios, como demostraría una y otra vez a lo largo de su vida. El business y, sobre todo, codearse con las altas esferas. En Londres abrió un club nocturno, La Discothèque, que, como su nombre chic evidenciaba, solía contar con la presencia de lo más selecto de la aristocracia británica, como la princesa Margarita, hermana pequeña de Isabel II. Entre barras de bares, con solo 20 años conoció a su primera mujer, con la que tuvo cuatro hijos; aunque el primero, Raymond Jr., que cobrará importancia a lo largo de esta historia, no era vástago biológico suyo, sino fruto de una relación anterior de su esposa. En todo caso, lo crió como uno más de sus hijos y le dio su apellido.
Durante esta época fue cuando cometió el único acto ilegal confirmado que le hizo, a partir de ahí, sospechoso de otros delitos nunca comprobados. A finales de los años 50, Raymond, que ya era entonces cinturón negro de judo, viajó desde Londres a Japón con otros expertos en el arte marcial. Era todo una tapadera: volvió a la capital del Reino Unido con lingotes de oro ocultos en unos cinturones especiales.
Años después, a principios de los años 70, volvió a Líbano, pero solo pasaría un año allí. Huyendo de la guerra, se instaló en Arabia Saudí, donde amasó buena parte de su fortuna tras cerrar negocios milmillonarios con la familia real.
En esta época saudí, uno de sus viajes de negocios daría un vuelco radical a su vida: llegó a París para una reunión y, en la puerta giratoria de un hotel de la ciudad del amor, se quedó hipnotizado por la belleza exótica de una mujer. Era Kimera.
Kimera, la cantante de pópera descendiente de la realeza coreana
Kim Hong-Hee, nacida en la ciudad surcoreana de Daegu, había demostrado desde siempre sus dotes para el canto. Descendiente de la dinastía Silla, que gobernó durante más de 1.000 años una región de la península asiática, su inquietud artística la llevó a crear un nuevo estilo musical que unificaba el pop con la ópera. Fundó así lo que llamó pópera y que la llevaría a vender millones de copias de sus álbumes.
Pero eso fue mucho después. A pesar de su precocidad y su habilidad vocal, su padre la instó a poner fin a su carrera artística cuando era una niña y la obligó a centrarse en sus estudios. Tras acabar la carrera de Literatura Francesa en Corea, logró convencer a su progenitor para acabar sus estudios con un máster en Francia. Y así lo hizo, con un posgrado en la mismísima Sorbona.
Pero allí aprovechó esa oportunidad para retomar su verdadera pasión: la música. Arriesgó a lo grande, con esa fusión pop-ópera que cristalizó en un disco junto a la Orquesta Sinfónica de Londres, The Lost Opera, con el que acabaría vendiendo más de 10 millones de copias y entraría en listas de éxitos de Reino Unido, Francia, España o Sudáfrica.
No sería la única vez que contradiría una de las normas que le había impuesto su padre. Antes de mudarse a Francia, le puso una condición: que no se casara con un extranjero. La puerta giratoria de un hotel parisino se interpondría en los deseos de su progenitor. Un hombre la miraba embobado al otro lado. Era Raymond Nakachian.
Boda a escondidas en Egipto y un parto coyuntural en Las Vegas
El enamoramiento entre Raymond y Kimera fue pasional e instantáneo. Solo un año después de conocerse, decidieron casarse en secreto en Egipto, sin que los padres de la cantante supiesen nada. Tampoco supieron que poco después Kimera estaba embarazada de la primera niña en común de la pareja y protagonista de esta historia, Mélodie.
Pero si bien podía evitar que sus padres conociesen su matrimonio, el embarazo y la descendencia era más difícil de esconder. Kimera se las ingenió entonces para revelarles la verdad a sus padres con la ayuda de su hermana, que vivía en la ciudad estadounidense de Seattle. Allí organizaron una cena de Navidad en la que invitarían a toda la familia, y aprovecharía entonces para darles la buena —aunque polémica— nueva.
Todavía embarazada, Kimera y su marido viajaron a Estados Unidos. Pero, presa del pánico, no fue capaz de enfrentarse a sus padres y no apareció en la reunión. En vez de eso, huyeron a Las Vegas. Y allí, por una carambola del destino, nació Mélodie, el 4 de enero de 1982.
Un matrimonio de la «jet set» marbellí
En Estados Unidos permaneció la familia durante unos cuatro años, hasta que el matrimonio y sus dos hijos, Mélodie y el pequeño Amir, decidieron mudarse a España, que acabaría siendo su país de residencia desde entonces.
Llegaron a la Costa del Sol, compraron un terreno de una superficie de unos 8 campos de fútbol y se instalaron en una casa de 2.000 metros cuadrados a la que pusieron, en honor a su hija, Villa Mélodie. Era una mansión en la urbanización Nueva Atalaya de Estepona, muy cerca de la codiciada Marbella y con espectaculares vistas al Mediterráneo.
Tenían dos Rolls Royce en los que se desplazaban por la selecta Costa del Sol, y enseguida se integraron en la jet set marbellí. Si algo los definía no era su discreción. Y llamaron la atención de quien no debían.
Antes de cumplir un año en la costa malagueña, su hija Mélodie era secuestrada a plena luz del día.
El secuestro de Mélodie
Raymond Jr., hijo de su anterior matrimonio, era el encargado de ir a llevar y a recoger a Mélodie al colegio. También lo hizo el 9 de noviembre de 1987, junto a su propia mujer y a su hija. Pero ese día llegó sobresaltado a casa, gritando: «¡Han secuestrado a Mélodie!».
El chico explicó detalladamente la situación. Dos furgonetas se interpusieron en el camino de su coche y de ellas salieron cuatro encapuchados armados con escopetas, que se llevaron a la pequeña a la fuerza. Intentó excusar su inacción ante el peligro, pero su padre fue implacable: «Debiste morir antes de permitir que se la llevasen», le espetó. Desde ese momento, hijo y padre no volvieron a hablarse.
Aquí empieza una odisea de 11 días entre investigaciones policiales, llamadas de los secuestradores y de la propia Mélodie, pruebas de vida y de visitas a platós de televisión de canales de toda Europa.
La negociación y las pruebas de vida de los secuestradores
La primera de las llamadas llegaría solo tres días después del secuestro para pedir 16 millones de dólares en billetes de 50 para liberar a su hija. Al otro lado del teléfono, un tal Oscar, que se comunicaba en perfecto español aunque cometió un error gramatical que lo evidenció como hablante de francés.
Una pista que coincidía, además, con una información independiente que le había llegado al jefe del Grupo de Delincuencia Organizada Internacional. El ministro de Interior francés había alertado a las autoridades españolas de un preso recién fugado, Jean Louis Camerini, que tenía la intención de realizar una operación muy importante en el sur de España. Podía ser el secuestro de Mélodie como cualquier otra cosa. Pero sí, era el rapto de la pequeña, como sabrían después.
Mientras los agentes peinaban toda la Costa del Sol para encontrar al fugado francés, Raymond Nakachian tenía en Villa Mélodie el centro de negociaciones con los criminales. A lo largo de los días fueron logrando reducir el monto que pedían por la niña. Primero se rebajó a 5 millones; finalmente a 4. Aunque la policía le había dicho en todo momento que no podía pagar, que podía ser contraproducente y peligroso para la niña, ya que se habría convertido en una testigo ocular muy peligrosa para la banda.
Nakachian les pidió unas pruebas de vida y no tardaron en mandárselas. Un mechón de pelo, varias fotos de la niña sosteniendo periódicos del día y también una grabación en la que Mélodie le rogaba a su padre que pagase el rescate. «Estoy muy triste, quiero ver a mamá y a mi hermanito chico. ¿Por qué no pagas, papá?», decía la pequeña en el desgarrador mensaje.
Teorías para todos los gustos
El caso ocupaba casi todas las tertulias de todas las televisiones. El exotismo de su madre, la pertenencia del matrimonio a la jet set, su opulencia, la fría y dura mirada de ojos azules Nakachian, que le valió el apodo de Mirada de Acero, y su críptico pasado llevaron a todo tipo de elucubraciones por parte de los comentaristas televisivos. Algunos incluso llegaron a deslizar la posibilidad de que los negocios turbios —nunca demostrados— del padre hubiesen desembocado en el secuestro de su hija.
Los propios mensajes públicos de la familia de Mélodie no hacían más que nutrir las teorías de la conspiración. El portavoz familiar había pedido a los secuestradores que tratasen con afecto a la niña y que no olvidasen que «a ella le gustan los álbumes de dibujos animados». Kimera, por su parte, lanzaba un mensaje desesperado en las televisiones en el que pedía que lavasen el pelo de su hija y la peinarse todos los días.
Pero Nakachian era más temperamental. Enloquecido tras escuchar la súplica desesperada de su propia hija, salió de su mansión para dirigirse a la muchedumbre de reporteros para desafiar a los secuestradores, diciéndoles que si a la niña le pasaba algo, le daría el dinero a otros para que los encontrasen y los matasen.
Un insólito golpe de suerte
La policía, que seguía peinando toda la Costa del Sol para dar caza a los secuestradores, estuvo muy cerca de encontrar a la niña. Localizaron al fugado francés y siguieron sus pasos. Hacía su vida con tranquilidad, salía a hacer running todos los días y se veía con todo tipo de personas en la Costa del Sol. Entre ellos, Angel García Menéndez, un español nacionalizado francés a través del que pusieron en el punto de mira varios apartamentos. En uno de ellos llegaron a entrar. Aprovecharon que estaba vacío para acceder y allí vieron una máquina de escribir —era la que usaban para redactar los mensajes—, aunque sin rastro de la niña. Después sabrían que estaba allí, en un armario dentro de una bolsa de deportes, y que no se atrevió a gritar por las amenazas previas de los delincuentes.
Pero, de repente, ocurrió un milagro, un giro que parece propio de un mal guion. Al octavo día desde el secuestro sucedió lo que para Kimera fue una prueba de que todos los rezos y toda la mediación que había buscado en los videntes había dado su fruto.
Fue un hecho aparentemente aislado. Un sacerdote se encontró, cerca de unos apartamentos de Torremolinos, una billetera extraviada, que depositó en las dependencias policiales. Los agentes no se podían creer su suerte. Dentro había 6.500 francos franceses, y también el borrador manuscrito de una carta en francés. «La paciencia tiene un límite», «raptar a un niño es muy fácil» o «matar a Mélodie» eran algunas de las reveladoras frases que dejaban claro que pertenecía, nada más y nada menos que al criminal fugado francés que tenían ya en el punto de mira, Jean Louis Camerini. Se le había caído en una de sus salidas para correr.
En los teléfonos que tanto la policía francesa como la española habían pinchado, uno de los sospechosos se mostraba preocupado tras haber perdido exactamente la cantidad que había en la cartera. Y las frases del borrador en francés coincidían con exactitud con las pronunciadas días antes por el tal Oscar.
En cuestión de días también consiguieron saber quién era Oscar, el hombre al otro lado del teléfono que cometía errores gramaticales afrancesados. Era el antes mencionado Angel García Menéndez, español pero nacionalizado francés, al que habían visto días antes en compañía de Camerini.
La liberación de Mélodie
Es ya el décimo día sin Mélodie. Y los principales sospechosos están más que nunca en el punto de mira. Los agentes siguen minuciosamente todos sus pasos.
Camerini se percata, y acaba metido en un tiroteo con los agentes de paisano. La policía ya no tiene más margen. Deben evitar, a toda costa, que el delincuente advierta a sus cómplices de que han sido descubiertos. Es una cuestión de vida o muerte para la pequeña Mélodie. Pero era aún una época sin móviles. Camerini se juega mucho si acude a donde sus aliados o al lugar donde está la niña secuestrada.
A las 4.30 de la mañana vuelven a la torre de apartamentos donde ya habían entrado anteriormente. Irrumpen en la vivienda, detonando la puerta y en una de las habitaciones se encuentran a Mélodie tirada en la cama, sedada y vigilada por dos miembros de la banda. Uno de ellos, Constant Georgoux, coge a la niña por el cuello y la usa como escudo, mientras intenta alcanzar un arma. Un tiro de uno de los agentes en medio del pecho lo derriba. Milagrosamente, saldría con vida de esta operación policial.
La liberación está lista en apenas cinco minutos y Mélodie abandona el apartamento en brazos de uno de los agentes: «Estoy tranquila, ustedes son policías», le dijo la niña.
En Villa Mélodie sonó el teléfono para dar la buena noticia. Uno de los agentes que se encontraba en la mansión corrió para despertar a Raymond Nakachian, que, explotando de felicidad, lo abrazó con tanta fuerza que le rompió dos costillas.
El reencuentro entre padres e hija se produjo en la comisaría y a las 5.30 de la mañana están juntos en la mansión, ante los vítores y aplausos de todos los allí presentes. «Me alegro de estar ya en casa con papá y mamá», dijo la niña a los medios poco después de la liberación, sorprendida y preguntándose por qué era objeto de admiración para fotógrafos y cámaras de televisión.
Una cómplice de los secuestradores cercana a la familia
Todos los 18 miembros de la banda criminal serían detenidos, aunque Camerini tardaría unos meses más. Y acabarían siendo condenados a penas de entre 12 y 20 años.
Entre sus aliados estaba también gente muy cercana a la familia, concretamente del centro educativo elitista al que acudía Mélodie, el Colegio Aloha de Marbella. Se trataba de Nadine Etienne, madre de una compañera de clase de la secuestrada, que actuaba como informante de la banda. Fue ella la que les detalló los movimientos y rutinas diarias de la familia.
Todo estaba planeado de antemano con sumo detalle. Tras fugarse de la prisión, Camerini entabló amistad con Nadine y su marido, Jean Pierre Santoul, franceses residentes en Marbella. Y acabó viviendo en la mansión de lujo de ambos.
Acompañaba a la mujer al colegio a dejar a su hija y tanto Camerini como Nadine llegaron a actuar como payasos en algunas de las fiestas que organizaban los Nakachian en su mansión, como dejan constancia fotos de los eventos.
La vida tras el secuestro
Mélodie Nakachian continuó sus estudios en el elitista colegio de Marbella. Pero la experiencia la dejó tocada, y su intención desde entonces fue pasar desapercibida. Se mudó a Estados Unidos, donde cursó varios estudios, y acabó siendo psicóloga infantil. Se sabe que acudió al entierro de su padre, fallecido a los 84 años, en el 2014 en su casa de Estepona, pero hizo todo lo posible por no ser reconocida.
Raymond Nakachian pasó por baches importantes en los últimos años de su vida que acabaron dilapidando buena parte de su fortuna. Una inversión multimillonaria en una finca de Ronda acabó siendo una de sus operaciones fallidas más desastrosas, después de que la junta de Andalucía recalificase los terrenos como parque natural. Y en el 2007, fue detenido durante un viaje a Marruecos por una orden de extradición en Arabia Saudí. Allí pasó 100 días en una cárcel de Rabat, aunque finalmente el caso contra él no fue adelante.
Kimera se vería obligada a hipotecar Villa Mélodie, y en el 2015 acabó entregando las llaves de la que había sido el símbolo de poder de la familia. Eso sí, la cantante, ya prácticamente retirada de la música, sigue siendo, años después, una vecina de Estepona.