
El mítico aeropuerto es un símbolo de la manera de pensar y sentir de la capital alemana, cuyos habitantes decidieron conservarlo para uso público
07 oct 2024 . Actualizado a las 05:00 h.En su ansia por conquistar el mundo y amoldarlo a su medida, Berlín necesitaba, en primer lugar, reconstruirse a sí misma. Planeada por el arquitecto nazi Albert Speer como capital imperial, la nueva Germania atesoraría el orden y monumentalidad de un Estado capaz de someter a la sociedad. Primaría allí la funcionalidad, pero sin descuidar la robustez de la arquitectura totalitaria, de un corte neoclásico que se oponía a los vicios modernos.
Una de las mejores muestras de esta ciudad no consumada es la terminal de Tempelhof, diseñada por Earnst Sagebiel y terminada por Speer en 1941. Desde la plaza principal, encabezada por el águila imperial, se abren, como sus alas, infinitas cascadas de ventanas rectangulares que acogen miles de habitaciones, despachos, pabellones… Al otro lado se extiende la pista de aterrizaje, que termina en una impresionante galería semicircular de un kilómetro a la que llegaban los aviones. La dimensión, enfatizada por la continuidad de las líneas, es desconcertante.
Este aeropuerto es, también, una de las pocas muestras vivas del Berlín que, lejos de transformarse en Germania, sucumbió a su ambición y quedó reducido a pedazos. De aquella aspiración a la uniformidad, la capital alemana pasó a lo contrario, a una de las más apasionantes exhibiciones de arquitectura de los siglos XX y XXI. Sin una tesis concreta, es más bien un constructo posmoderno, donde todo tipo de referencias se aglutinan hasta generar una obra única, Berlín, que acuna los cimientos de la actualidad.
De ahí que muchas de sus construcciones hayan tenido que resignificarse, como también lo ha hecho Tempelhof: fue un campo de vuelo desde principios del siglo XX, presenció los primeros zepelines, luego vivió la explosión de la aviación civil y se consagró con la mencionada intervención de Sagebiel y Speer. Tras la guerra fue la base del puente aéreo que abastecía a Berlín Occidental. Se perfeccionó la original división de la terminal por procesos —pasajeros, equipaje, carga…—, lo que le valió el elogio por parte del arquitecto británico Norman Foster de ser «la madre de todos los aeropuertos». En los cincuenta se convirtió en el mayor de Alemania, como única conexión segura con la RFA. Y ya en los sesenta se viste de gala para recibir el glamur de estrellas de cine, deportistas y celebridades internacionales. Cuando alcanza los seis millones de pasajeros anuales, se queda pequeño, pierde vigencia y, en el 2008, cierra definitivamente, no sin algunos accidentes de por medio.




Así, de representar el dominio totalitario sobre el pueblo, se convirtió en la conexión de una ciudad prácticamente sitiada con el exterior. Ahora se refuerza su papel de insignia porque, tras su cierre, delata la manera de pensar y, sobre todo, de decidir de los berlineses: en 2014, cuando se discutía qué hacer con este inmenso espacio en el centro de una ciudad con falta de viviendas, los ciudadanos votaron, en un referendo, conservarlo como un espacio público. Un hito en una época que tiende ceder el espacio a las élites.
Ahora, sus instalaciones acogen grandes eventos y ferias comerciales, albergan una exposición sobre su propia historia y reciben visitas guiadas. En el exterior, cientos de personas hacen deporte, descansan, juegan o beben cerveza entre los esqueletos de antiguos aviones. Y, giro del destino, una sección del aeródromo se ha destinado a alojar a varios miles de refugiados, especialmente sirios y ucranianos. Reconversión, creatividad y hospitalidad, el escudo de armas del Berlín moderno.