Afectadas por el covid persistente desde hace años: «Es como si me hubiesen borrado el cerebro»

SOCIEDAD

A la izquierda, Laura Martínez, que en marzo del 2020 acabó en la uci del CHUO por el virus. A la derecha, Lorena González
A la izquierda, Laura Martínez, que en marzo del 2020 acabó en la uci del CHUO por el virus. A la derecha, Lorena González Miguel Villar

Lorena González y Laura Martínez llevan años sufriendo los efectos de una enfermedad que se calcula que afecta en nuestro país a unos dos millones de personas

14 mar 2025 . Actualizado a las 13:13 h.

Cuando Lorena (Ourense, 44 años) se dispone a contar su historia, se atasca en un aparatoso ataque de tos. Una vez repuesta, se disculpa y casi con nostalgia recuerda cuando creyó que tales acometidas se habían al fin extinguido. Pero las dificultades respiratorias y la irritación de garganta volvieron, como tantos otros síntomas —que vienen y van— de una infección, la del covid, con la que convive desde hace ya tres años. El daño causado por el virus continúa manifestándosele, persiste, y como a ella, a —al menos— 400 millones de personas más en todo el mundo. «Lo más difícil es aceptar que ya no eres tú y que ya no vas a volver a serlo nunca más», asume.

Lorena González «cogió» el covid por primera vez —más tarde se infectaría otras dos veces— en enero del 2022, con las tres dosis de la vacuna puestas. Su cuadro clínico inicial fue el típico y fue leve: tos y problemas para respirar. Pero los días pasaron y, en lugar de remontar, fue a peor. Se sentía agotada, le costaba un mundo caminar; no recuperaba. Cuando aparecieron los acúfenos —ruido en el oído—, su médico le dio la baja y se recluyó resignada en casa. «Me olvidaba de las cosas, estaba muy cansada. No podía siquiera hacer la cama; si la hacía, no era capaz de hacer nada más en todo el día», cuenta.

Pero frenar no le ayudó, no al menos en aquel momento. Llegó a pensar que se estaba volviendo loca, completamente desorientada; tan agobiada se sentía creyendo que no hacer nada la estaba aletargando —aturdiendo, confundiendo— que solicitó el alta voluntaria. «Me olvidaba hasta de ir a recoger a mi hijo al colegio», revela con vergüenza. Así que, todavía enferma, volvió a trabajar. Al incorporarse y retomar el contacto con sus clientes internacionales, Lorena, que es ingeniera mecánica en automoción —«Era, ya no soy nada», dice—, se dio cuenta de que tenía serias dificultades para entenderlos. No era falta de práctica: directamente no era capaz de seguir conversaciones en un idioma, el inglés, que siempre había manejado con soltura. La sensación, precisa, era de constante extrañamiento. Asistía a reuniones y se descubría intentando recordar qué hacía ahí, de qué iba el asunto, sobre qué le estaban hablando y, entonces, comenzó a sucederle también en la calle. Se despistaba, se perdía. «Empecé a tener problemas de equilibrio. Me caía, me caía sin marearme», relata. Y, un día, se desplomó. Perdió el conocimiento. Su cuerpo había llegado al límite.

Era diciembre, habían pasado 11 meses desde el contagio. Casi como una premonición, la víspera había comentado con una amiga que ya no podía más, que estaba segura de que en cualquier momento iba a darle algo. Sufría intensos y persistentes dolores de cabeza. Dormía mal, con el oído rugiéndole toda la noche. No soportaba las luces. «Dejé de conducir, porque el rojo y el verde del semáforo me molestaban muchísimo, me machacaban», explica. En ese punto, ya ni siquiera podía leer y, aunque en un primer momento lo achacó al golpe de la caída, confiesa que las letras, a día de hoy, siguen bailándole. «No aguanto más de una línea seguida».

El reventón —«desaparecí del mapa», observa ahora— resultó sin embargo más que oportuno para la ourensana, que afortunadamente fue atendida en urgencias por una «estupenda» médica que en el informe atribuyó sus síntomas al covid persistente. No solo le pusieron al fin nombre a lo que le pasaba, también la derivaron a una unidad especial. La voz se le rompe al echar la vista atrás: «He tenido que volver a aprender a sumar y a multiplicar al mismo ritmo que mi hijo. Es como si me hubiesen borrado el cerebro».

Laura Martínez, paciente con covid persistente: «Un día malo preciso ayuda para subirme las bragas»

Laura Martínez es vitalidad, alegría y mucho humor, a veces negro, muy negro. Cuenta que ya era así antes de que el coronavirus la llevase a la uci en marzo del 2020, pero estas se convirtieron en sus armas cuando por fin pudo volver a respirar por sí misma. Tanto es así que desde el propio hospital continuó organizando su boda. Quería volver a ser la de antes y puso todas sus ganas en conseguirlo. Desde el minuto uno. Cinco años después, todavía no lo ha logrado del todo. Con 38, Laura tiene una incapacidad laboral revisable porque sufre covid persistente. Habla de sí misma como una afortunada porque el daño en sus pulmones es evidente en las pruebas, así que ella no ha tenido problemas para seguir sin trabajar. Primero se la concedieron por seis meses, después por año y medio y en septiembre se la ampliaron dos más. «Es bueno porque reconocen que no puedo trabajar y malo porque significa que no hay mejoría», explica. Cita el caso de otro paciente gallego con covid persistente al que le dieron el alta. «Va a trabajar seis horas y después tiene que dormir cuatro de siesta porque no puede más. Eso no es vivir», denuncia. Es por eso que se califica a sí misma de privilegiada, «porque si estoy mal puedo permitirme quedar en la cama».

Laura cuenta que cada cita con el INSS para revisar la incapacidad le genera un estrés y una fatiga mental que le pasan factura. «Supone un brote largo», dice, que significa que se agudizan sus síntomas. No son pocos: fatiga, niebla mental, dolores, bajada de la saturación, aumento de la frecuencia cardíaca... Para hacerles frente, Laura toma 16 pastillas diarias. Eso es lo pautado para una jornada normal. Si se encuentra regular, la cifra sube tres, y un mal día se va a 26 por el incremento de los antiinflamatorios. «Es una barbaridad», señala. Un día bueno en su caso significa poder sacar la ropa de la lavadora, ir a la compra y cargar algo más que una barra de pan y una docena de huevos o incluso soplar dos minutos la gaita. «Poder tocar una canción es un triunfo impresionante», remarca. Eso sí, después no le queda más remedio que sentarse: «Mis pulmones mandan». También ha conseguido volver a hacer ganchillo, aunque reconoce que el amigurumi sencillo en el que está trabajando se le resiste más de lo que le gustaría. «Llevo una semana para hacer la cabeza y antes hacía el muñeco entero en una tarde», relata. Pero se empeña en seguir porque necesita tener la cabeza ocupada. «Aquí los inviernos son muy largos y tengo que evitar coger una gripe o el covid. Salgo poco porque me cuesta y es un riesgo», señala. Por eso busca en qué ocupar la mente, que puede ser puñetera dice. «Podría tirarme del quinto piso. Y si quedo peor, ¿qué?», dice demostrando su humor negro.

En los días malos es totalmente dependiente. «Preciso ayuda para subirme las bragas», dice. Así de clara. Es literal. Significa que no puede hacer el gesto de agacharse para subir la ropa interior cuando va al baño.

Cinco años después de la pandemia, cree que es una paciente invisible. «Cada vez que llega un médico de cabecera nuevo y le digo lo que tengo me pide que le explique porque no sabe lo que es», lamenta. En otras ocasiones hay quien le suelta a la ligera que tiene depresión. «Los pacientes no podemos estar pendientes de que nos crean», denuncia. Reconoce también que se ha acostumbrado a vivir con la desconfianza de los demás. «Nos dicen ‘‘por haber tenido una gripe queréis una paga''. Yo no quiero tener la vida de una abuela de 99 años. Ojalá me dijeran haces o tomas esto y te curas, pero no es así», remarca.