¿Qué harías si desempeñando tu trabajo te encontraras frente a frente con el mal absoluto?
09 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.El pasado 15 de marzo, el técnico informático del colegio Jesús, Maria i Josep de la congregación Manyanet, en el distrito de Sant Andreu de Barcelona, recogió el portátil del rector de la parroquia -que está al lado del colegio y funciona como capilla del mismo- para repararlo.
Se lo lleva a su despacho y, cuando examina su contenido, encuentra 39 gigas de pornografía infantil. El párroco no da clases en el colegio, pero circula por el mismo con total libertad y contacta habitualmente con menores en la parroquia. El informático, que no sabe cómo actuar -¿lo sabrías tú?-, contacta con los Mossos d'Esquadra que le piden que no diga nada a nadie, para evitar una posible destrucción de pruebas.
Al día siguiente, una pareja de agentes de paisano -para no armar revuelo- accede al recinto escolar, consulta la información hallada por el informático y confirma que es, inequívocamente, material pedófilo. Precintan el ordenador y se lo llevan, reiterándole que no abra la boca. Este obedece.
Menos de 24 horas después, agentes uniformados de los Mossos regresan al colegio y detienen al sacerdote propietario del ordenador. Los policías también requisan su teléfono móvil y se lo llevan arrestado, informando a la dirección del centro del motivo de la detención y cómo lo han averiguado.
Cuando los policías se marchan, el director afea al informático no haberle contado nada hasta ese instante. La congregación envía un par de comunicados a los padres de los alumnos en los que niega que el sacerdote haya sido «detenido» y califica los archivos localizados en su ordenador de material de «índole sexual», omitiendo que se trata de pornografía infantil.
El sábado 27 de marzo -justo antes de Semana Santa- el caso salta a los medios de comunicación, generando un considerable revuelo. El lunes 5 de abril, el día antes de la vuelta de las vacaciones de Pascua, el director del colegio envía otro comunicado a los padres en el que les informa de que, preventivamente y de manera inmediata, el rector ha sido cesado de cualquier actividad relacionada con el alumnado y ya no reside en la comunidad de Sant Andreu.
El martes 6 de abril se retoman las clases. El director llama al informático a su despacho, le recrimina haber dañado gravemente a la escuela y le culpa de que la noticia pueda hacer disminuir las prescripciones escolares, lo que podría suponer que algunos profesores perdieran su trabajo. También le acusa de haber incumplido la cláusula de confidencialidad por haber contactado con la policía y le comunica que la congregación le ha abierto un expediente informativo.
El expediente califica su comportamiento como «un atentado contra los derechos a la intimidad y privacidad del párroco, de manera injusta e injustificada» y añade que su actuación podría ser constitutiva del delito de revelación de secretos, tipificada en los artículos 197 y 199 del Código Penal. En el escrito, la dirección del centro se reserva la potestad de tomar medidas cautelares para impedir que «perjudique a los miembros de la comunidad educativa» y, también, la posibilidad de interponer una querella contra el trabajador.
El director le exige que -sin regresar a su despacho- se marche inmediatamente a casa porque, a partir de ese momento, trabajará a distancia. A los pocos días, el técnico -que llevaba tres años trabajando en el colegio sin ningún problema- coge una baja médica, víctima de un ataque de ansiedad.
En vez de felicitarle, la Comunidad educativa -cuya máxima preocupación debería ser asegurar el bienestar de los niños bajo su tutela- le repudia por hacerlo, convirtiéndole en involuntario héroe y protagonista de esta historia.
Pero ¿qué se supone que debería haber hecho? El protocolo de actuación de la Generalitat ante casos de maltrato infantil -que está colgado en la propia página de la escuela- dictamina que prácticamente cualquier tipo de actuación pase por la Dirección del centro educativo donde se detecta el maltrato o abuso sexual, pero ¿qué pasaría si esa Dirección tuviera un conflicto de intereses? Una cosa es un funcionario público con plaza fija y otra, muy diferente, un trabajador de una empresa privada administrando un servicio público -un colegio concertado- cuyo puesto de trabajo dependa de las matrículas que se realicen cada año y que, posiblemente, se verían afectadas por un caso de pederastia o violencia infantil.
¿Cómo reaccionaríamos si nos encontráramos ante ese dilema? Si tuviéramos que decidir entre nuestro puesto de trabajo -y, probablemente, el sustento de nuestra familia- o proteger la seguridad de cientos de menores. Desde la distancia y la comodidad de la pura teoría, es fácil que todos nos identifiquemos como profesionales incorruptibles. La realidad -ese sitio donde hay hipotecas y nos planteamos poner lavadoras a las tres de la mañana- es mucho más complicada. Y, en esa situación, nuestro héroe, ese informático anónimo, tomó una decisión que honra a nuestra profesión: proteger la información que llegó a sus manos poniendo el interés general, por encima del de su cliente o del suyo propio.
Puede que el director realmente creyera que, ante una situación así la única actuación loable por parte de sus subordinados fuera comunicárselo de forma inmediata, pero si conociera en que consiste realmente nuestra profesión, no se hubiera sorprendido porque un informático decidiera no hacerlo.
No solo le da la razón el sentido común o el código deontológico de la profesión que, según el Consejo General de Colegios Oficiales de Ingeniería Técnica en Informática, obliga a «denunciar ante las autoridades cualquier peligro real o potencial para la sociedad, como es el caso de un delito penal» sino también la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de protección jurídica del menor -a la que se subordina el famoso protocolo- que dice en su artículo 13.1 que «Toda persona o autoridad y especialmente aquellos que por su profesión o función detecten una situación de maltrato, de riesgo o de posible desamparo de un menor, lo comunicarán a la autoridad o sus agentes más próximos, sin perjuicio de prestarle el auxilio inmediato que precise».
El asunto generó un hilo de comentarios en Menéame que refleja por enésima vez que la Informática es, para bien y para mal, una de las profesiones menos corporativistas del mundo. La discusión derivó en determinar si el informático realmente encontró los archivos de forma fortuita o si estaba fisgoneando el contenido del portátil del párroco, algo que iría en contra de una de los pilares de nuestra profesión: la confianza que depositan en nosotros los usuarios para que respetemos la privacidad de sus datos.
Pero, en realidad, para el tema que nos ocupa, ese es un debate intranscendente. A nadie se le ocurrió discutir si el ladrón que denunció al dueño de la casa que robó, al dar con vídeos que demostraban que era un pederasta, estaba haciendo lo correcto por haberlos obtenido cometiendo un delito. Da igual que nuestro héroe estuviera cotilleando, eso no lo convierte en villano sino en humano. Al contrario de lo que intentan vendernos los plastas de Twitter que se dedican a repartir carnets sobre lo que está bien y lo que está mal, los auténticos héroes no son seres de luz sino personas normales -con sus contradicciones y claroscuros- que en una situación excepcional no actúan primando su propio beneficio.
Hubiera sido mucho más interesante que este asunto hubiera generado otro tipo de debate. Uno sobre nuestra propia profesión... y a qué tipo de profesionales encumbramos.
Hace unos días, leía la enésima diatriba sobre el talento técnico nacional en la que se afirmaba que «digitalizar procesos offline es un trabajo que se parece más a hacer ganchillo que a hacer tecnología» pero esa actividad despreciada es el origen de nuestra profesión y la esencia misma de lo que nos hace informáticos.
La Informática no consiste en crear chats para millones de usuarios concurrentes -eso es solo un medio para lograrlo-— sino en trabajar con la materia prima más cara, poderosa y peligrosa del mundo: la información. Y nuestro superpoder -lo que nos hace únicos- es ser capaces de capturar, procesar y salvaguardar esa información de forma más eficiente que nadie.
Parece un matiz sin importancia, pero no lo es. Para ser buenos profesionales no necesitamos programar el firmware de la estación espacial MIR sino tomar consciencia del impacto de nuestro trabajo y responsabilizarnos del mismo. Y de la misma manera que no necesitamos hacer un costosísimo voluntariado en el África subsahariana para tener una influencia positiva en el mundo - podemos hacer lo mismo en el banco de alimentos que tengamos más cerca de casa- no necesitamos crear una sofisticada tecnología que resuelva un problema complejísimo, ni para ser buenos profesionales ni para tener un verdadero impacto en los que nos rodean, sino mejorar la gestión de la información de nuestros clientes, ya sean los archivos multimedia que reproduce un navegador o la conexión al Internet rural de doña Neli.
Cada uno es libre de elegir a sus propios heroes -faltaría más-, pero entre el ingeniero que trabaja en Mountain View creando una tecnología «disruptora» que permite servir zillones de anuncios de patatas fritas al mismo tiempo; y el técnico que detecta 39 gigas de pornografía infantil en un colegio de Sant Andreu y lo denuncia poniendo en riesgo su puesto de trabajo, tengo claro cuál es el mío.
Si alguno sabéis la identidad secreta de mi héroe, por favor, hacedle llegar que me gustaría invitarle a la próxima Tarugoconf. El mundo sería un sitio mejor si, además de encumbrar a los que hacen lo que saben, lo hiciéramos también con los que hacen lo que deben.
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