El académico publica «El viento de la Luna», un relato sobre el tránsito de la infancia a la adolescencia en la España rural franquista
11 sep 2006 . Actualizado a las 07:00 h.Antonio Muñoz Molina reconoce que sin la distancia física y emocional que le supuso vivir en Nueva York -donde ha residido los dos últimos años como director del Instituto Cervantes- no habría podido escribir El viento de la Luna (Seix Barral). Una novela en la que el académico regresa a Mágina (su Úbeda natal pasada por el tamiz literario) para relatar el tránsito de la infancia a la adolescencia -«ese limbo que hay en la vida»- de su álter ego, un muchacho de 13 años obsesionado por la llegada del hombre a la Luna, en la España rural del tardofranquismo. Muñoz Molina, que se define como «racionalista y moderno en contraposición a posmoderno», resalta el «salto de gigante» que ha dado España desde entonces y dice que le inquietan la «furia, la saña» de la actual política española, que no se corresponden con la realidad de un país que, por ejemplo, tiene educación y sanidad gratuitas, algo que no existe en EE.?UU. -En su libro late constantemente la oposición entre el oscurantismo religioso y la racionalidad y el progreso. -Es cierto, pero esto no es una cosa del pasado, hoy está muy presente, porque no existe problema más grave en el mundo actual que los fanatismos ideológicos, muchos de ellos religiosos o patrióticos. Lo que más me irrita y me inquieta es la perduración del irracionalismo, esa inclinación del ser humano de preferir la brujería a la racionalidad, aunque es cierto que ésta a veces es desconsoladora. En los sesenta se pensaba que el progreso técnico traería consigo un cambio de las conciencias, pero ahora hay personas supertecnológicas, supermodernas, que tienen creencias ultramontanas. -¿Tanto daño hizo la educación nacional-católica? -Me hace ser optimista el hecho de que las educaciones tiránicas no son tan eficaces como piensan los tiranos. Si eso fuera así sería horrible, porque las dictaduras se perpetuarían eternamente. La propia obstinación que pusieron en adoctrinarnos, en el odio a las ideas democráticas, provocaba la reacción contraria, porque te hacía rebelarte contra aquello. Pero sí, nos perjudicó en ciertas cosas, como en impedir que tuviéramos una relación más natural con la sexualidad. -¿Ve aquella época con nostalgia? -Mi intención clara era que la rememoración no se convirtiera en nostalgia, porque sería mentir. Yo no tengo nostalgia, me alegro mucho de que ese mundo muriera. No añoro aquella sociedad injusta y aquella dictadura, sí a las personas a las que quería y han muerto. -¿Sigue usted siendo el niño al que todo le interesaba? -Tengo la suerte de que cada vez me gustan más las cosas. Como decía Pedro Salinas: «cuánto me gusta que me gusten las cosas». Quizá esa curiosidad del protagonista tiene que ver más con quien yo soy ahora que con él. -Ahora que se habla tanto de la memoria histórica, usted recupera su memoria. -¡Qué es eso de que no ha habido memoria hasta ahora! Además, la memoria es personal y la historia aspira a ser científica. Lo que hay ahora es una voluntad no ya de recuperar el pasado, que muchos lo hemos hecho ya, sino una obsesión por reverdecer o reanimar las hostilidades más crueles de la guerra. Esa idealización de lo peor del pasado, por un lado y por otro, me parece aterradora. -¿Qué opina de la tardía confesión de Günter Grass? -No debería haber mentido, sobre todo una persona cuyo trabajo se ha basado en la afirmación de la verdad y en la denuncia de la desmemoria. No siento ninguna simpatía por una persona de 17 años que se apunta a las SS.