Debo reconocer que el Dépor me decepcionó en Valladolid. Comenzó el partido y vi que apostaba por la posesión, por quitar el balón al rival y escondérselo. Lo cierto es que el rival salió bastante comedido y muy replegado, no como otras veces, cuando le había discutido los partidos hasta al Madrid o al Barcelona. El Dépor dominaba, pero tenía poca llegada ante la portería rival y pensé que cuando el partido avanzase iba a meter una velocidad más a su juego e ir a por la victoria. Pero me equivoqué.
No sé lo que ocurrió. Si fue el calor, el cansancio de la temporada, los nervios propios de la situación o las jornadas finales del campeonato. Pero hubo una estadística que fue de récord. No recuerdo a un equipo que se pase más de una hora sin hacer una sola falta. Y mucho menos si se trata de un implicado en la lucha por la permanencia. Para mí no es bueno no hacer ni una falta. Refleja una falta de agresividad en el juego que incide no solo en cuanto a defensa, sino también en ataque. Porque el futbolista que no aprieta para impedir el paso hacia su propia portería, tampoco ofrece líneas de pase, ni se ofrece en profundidad, ni se desmarca.
En mi opinión, los deportivistas se encontraron con un Valladolid que los dejó maniobrar y se encontraron cómodos. Pensaron que con eso era suficiente, pero todo eso se fue al garete cuando encajaron el gol de forma tan absurda. El modo en que llegó, fruto de un saque de esquina prácticamente raso, se convirtió en otro signo de la falta de tensión del equipo.
La entrada de Nelson Oliveira coincidió con cinco minutos de reacción, pero ese mínimo empuje se quedó en nada. Es lamentable que un equipo que se juega la vida haga una sola falta en todo el partido. Ni siquiera Riki, quien en otros partidos había revitalizado a sus compañeros, apareció esta vez. En Valladolid jugó un equipo acomodado y que se amaneró.