Sin juego y sin fútbol, un tímido ejercicio de amor propio y otro de impotencia. Ofreció el Dépor las dos caras más conocidas de una temporada en la que poco le queda por decir. Arrancó como si el milagroso triunfo del Levante el día antes no le hubiera afectado, pero el efecto duró apenas un suspiro, se diluyó cuando Cuéllar acertó a despejar el segundo mano a mano que le ganó a Lucas Pérez. Tuvo el delantero un par de ocasiones de las que antes de su aventura en la Premier nunca erraba, pero su pelea con el gol amenaza incluso con acabar con la excelente imagen que ofreció en los últimos partidos. Como si de un par de nuevos golpes anímicos se tratara, el Dépor dejó de creer a partir de entonces en lo que hacía, entregó el control al Leganés y se dedicó a esperar su suerte en el escaso acierto de su rival o en alguna afortunada contra que ya no llegaría.
Se jugaba tanto el conjunto coruñés que fue incapaz de pelear por un triunfo como si se tratara del último, por una victoria necesaria para alimentar una ilusión ya inexistente. Seedorf se entregó a prácticamente el mismo grupo y sistema con los que ha sumado los siete últimos puntos, pero su equipo llegó a su tercer partido en ocho días con la reserva encendida y la fe perdida.