El deportivismo demostró una vez más su fidelidad al equipo con la mejor entrada de la temporada
09 jun 2019 . Actualizado a las 00:42 h.Días como el de este se cuentan con los dedos de una mano durante la temporada. Y tal vez sobren cuatro. Los paseos matinales ya anticipaban la trascendencia del duelo. Ese no sé qué, imposible de contabilizar, se respiraba en el ambiente desde primera hora. La llamada de Martí a la grada hacia un objetivo que no era necesario recordar encontró eco. Sobraron todas las previas, todas las tertulias. La noticia no es que un perro muerda a un hombre, la noticia es cuando perros se pasean por la ciudad con bufandas atadas a sus correas. Una prueba más de que se disputaba algo grande sobre el verde de Riazor.
La cita de la hinchada para recibir al equipo cogió a un puñado de conductores despistados que, a eso de las seis y media, se quedaron atrapados frente al Playa Club entre una masa que atropellaba a los vehículos con sus bufandas, banderas y gargantas al aire. Solo cuando la afición decidió avanzar, pudieron reanudar la marcha. Entre pirotecnia, el bus llegó a la puerta cero y las terrazas, que habían sido abandonadas, volvieron al bullicio.
A cinco minutos del inicio, el lleno estaba muy lejos. Unos 20.000. Un vistazo a los vomitorios daba cierta tranquilidad, fiando un ambiente espectacular a la famosa impuntualidad de Riazor. Pero en el primer «uy», en la primera protesta de la grada quedó claro que la afición ayer también jugaba. Siguió el fluir de los accesos y en el minuto diez, el más miope aseguraba con certeza que era la mejor entrada del curso. 22.268 aficionados en total. Nunca Riazor se había lamentado este año como cuando Pedro falló un mano a mano en el minuto 15, justo después de que todo el estadio se diese la vuelta para comentar con el de atrás que el Sporting ganaba al Cádiz. Nunca Riazor había celebrado un gol como el que al filo del descanso anotó Borja Valle. Un momento perfecto, por aquello de los psicológico y porque los nervios estaban ahí. Tuvo por fin el deportivismo quince minutos de paz.
Casi no hubo tiempo para imaginar dramas con la reanudación. Pedro Sánchez selló la victoria y la gente sacó todo ese presidente del Gobierno, que ni en su mejor mitin. Piovaccari y el larguero cortaron el éxtasis, pero las palmas pronto volvieron. La fiesta se fue abriendo paso, con cánticos entre gradas como no se veían desde hacía mucho. Fede se fue al banquillo y se llevó el mayor aplauso que el rosarino escuchó en todo el año. El resto del partido dio igual. Todos pendientes de si el Extremadura obraba otro milagro. No llegó. Y dio igual. Con el pitido final se olvidaron todos los males.
Todos pendientes de si el Extremadura obraba otro milagro. No llegó. Y dio igual. Con el pitido final se olvidaron todos los males. El «¡Que sí, joder, que vamos a ascender!» fue una pandemia en la grada, extendiéndose hasta que el grito fue unánime. Se contagió hasta el técnico de luces que por fin pudo dar rienda suelta a un espectáculo que se había estado guardando durante meses ante la falta de alegrías a la que ha sido sometida la afición. Incluso consiguió la grada, con la ayuda cómplice de los jugadores, un hito histórico. Que la aplastante megafonía del estadio se silenciase para escuchar a la grada cantar. A capela. Maravilloso y espontáneo, dejando a la artillería de sonido artificial en ridículo. Con los pelos de punta volvió tímidamente el «sí se puede». Se merecía esta afición una noche así. El miércoles noche el deportivismo vuelve a afrontar una noche grande. No son los miércoles noche de hace 15 años, pero tiene debe ser una noche grande.