No conduce un deportivo, ni luce tatuajes, ni cambia de peinado cada semana. Tampoco tiene redes sociales, ni una vida que prostituir en público, ni vanidad para venderse con discursos tribuneros de abrazo fácil. Nada de cuentas en Panamá. Pero sería absurdo definir a Álex Bergantiños por todo lo que no es en contraposición a una profesión, la de futbolista, que ahora roza en ocasiones lo ridículo. Porque el último capitán de los de antes representa todo lo auténtico de este deporte, aquello que a veces parece en retirada en la industria del fútbol. El amor a un club, la discreción, la lealtad para irse y volver al capricho de los vaivenes del mercado y los gustos de los entrenadores. La sencillez del chaval que creció vistiendo la camiseta blanquiazul y que, ahora que todo le sonríe, sigue haciendo su vida en la Sagrada, en su barrio, con su gente y en su feliz entorno de siempre. Cuando la convivencia y los resultados infectan los vestuarios, algunos se lucen delante de los micrófonos con frases manidas, mientras otros se juegan su patrimonio, la honestidad, contando cuatro verdades a la cara y en privado. Un tipo que juega como vive, sin adornos ni chorradas, con profesionalidad, esfuerzo y talento. Esa forma de desempeñarse por la vida y por el verde, de pelear cada balón como si fuera el último, hizo que le rompieran la cara el jueves en su estadio, en su casa y con toda su familia viéndolo, en una jugada fortuita que en nada mancha a Pedraza. Y encajó el golpe como acostumbra, con entereza y normalidad. Cuando Paco Zas -que de chaval, cuando jugaba en el Fabril, soñaba en realidad en convertirse en lo que hoy es Bergantiños-, le visitó en el hospital, lo primero que acertó a decir, con la boca zurcida por las marcas de una operación que le dejará para siempre grabada la cicatriz del deportivismo, fue que le guarden un sitio en el avión a Mallorca. Para jugar, para arropar o para estar. Como lleva haciendo toda la vida, sin tonterías ni adornos, el último capitán.