Ser del Deportivo no es tan difícil, aunque desde fuera cueste entenderlo. El fútbol, convertido en un negocio multimillonario, nos emociona por la épica de la victoria y tanto o más por la de la derrota. Lo escribió mucho mejor, hace más de cien años, Rudyard Kipling. Por eso su poema If está esculpido en los muros de la catedral del tenis: «Si puedes encontrarte con el triunfo y el desastre, y tratar a esos dos impostores de la misma manera». El verso lo leen los jugadores antes de temblar al entrar a la pista central de Wimbledon. Pero vale para tantas cosas... Y explica también el fenómeno de sufrir todavía hoy con el Deportivo. En la valentía hacia la victoria y en la dignidad de la derrota. Poque el valor del perdedor, la fidelidad en las malas, siempre golea a lo fácil de ser alentar al caballo ganador.
Eso celebramos hoy. Dejar atrás la mejor de las derrotas, el alimento de los sueños.
El Deportivo, resumiendo con trazo grueso, nació en un año tan redondo como 1906, convertido en club por cabezas bien amuebladas y adelantadas a su tiempo (el mens sana in corpore sana, que ya discutían hace siglo y pico en la Sala Calvet). Se vio campeón durante unos minutos en 1950, y fue trampeando mientras generaba el orgullo del amor propio, el de lanzar chavales a la gloria, como astronautas al espacio: Luis Suárez, Amancio, Acuña, Arsenio... Hasta los años dorados del cambio de siglo y los últimos seis títulos. Hoy, una generación de padres, que aprendieron más de la vida en la grada de Especial Niños de Riazor que sus hijos en clases de Educación para la Ciudadanía, le cuentan sus batallas a sus críos. Algunos vieron el primer tiempo del derbi del play off del 87 con el Celta en el estadio y ya sufrieron el segundo en su casa por la TVG. Porque seguir al equipo de tu barrio tiene estas ventajas; si tiemblas por una pelea vergonzosa entre hermanos del norte y del sur de Galicia, puedes marcharte del campo y continuar a tiempo vigilando el partido por la tele.
Esos chavales estaban preparándose para 40 años inolvidables, intensos y excesivos como dientes de sierra, (y los que nos quedan). Empezaron a ganar, pero nunca se lo creyeron del todo. Por eso Soriano (¡al ladrón!) les privó de la final de Copa de 1989, el Tenerife les birló en su casa una promoción con la ayuda del larguero en 1990 y tuvo que arder una grada para que empezase de verdad el partido de nuestras vidas contra el Murcia en 1991.
Ser del Dépor y ser valiente es confiar en que vas a ganar la Liga de 1994 cuando en el banquillo rival está Cruyff lamiendo un chupa. Celebrar durante unos segundos que eras el campeón en la Liga del penalti de Djukic (el único error de la historia que da nombre a un título que en realidad solo lloramos), y despedir a un mito como Arsenio tras ganar la Copa del 95 como si su adiós no fuese una trágica derrota colectiva.
El Dépor ganó, y mucho, siempre a su manera. Una Copa que duró cuatro días por un diluvio, una Liga que devolvió a su afición —y a toda Europa— la fe en que los milagros, otra Copa, el día que le invitaron a un estadio como figurante de otra celebración (coitadiños....)... Encadenó tres Supercopas como quien come pipas en la grada.
Pero aquello era solo una prueba. Demostrarás que eres del Dépor no por los títulos, sino por lo inexplicable del sentimiento. Se juntaron casi 30.000 para ver al Calahorra, al Sestao, al Tarazona... Para perder sin rechistar, ni silbar ni renunciar ni abandonar, contra el Celta B. En realidad, el aliciente era juntarse con los tuyos, con la familia, con la tribu, en el camino más bonito del mundo hacia un estadio (como dicen todos, pero este lo es). Porque para ganar no vale la pena ir a un estadio, porque eso nunca se sabe.
Ser de los que ganan es muy fácil. No abandonar a tu equipo, ni en el barro, ni en uno, dos, tres, cuatro años, medio arruinados, pero dignísimos, entregados ya por fin a nuestros niños de la cantera, nos parece mejor. No traten de entenderlo. Volvemos.