Detrás de tan sugerente nombre, con la coletilla «A palabra convertida en arte», se esconde una exposición sorprendente. Más que nada por lo original. Tres años de trabajo previo necesitó Rocío Marín Cobián, su impulsora, para montarla. Desde el otro lado del hilo telefónico (es una pena carecer del don de la ubicuidad) le pido que realice conmigo un imaginario recorrido por el scriptorium. Dicho y hecho.
Con un entusiasmo propio de una apasionada del mundo de los copistas de libros y códices, iluminadores, miniaturistas..., es decir, del cogollo de la muestra, me cuenta que con lo primero que me voy a encontrar, para abrir boca, es con la transformación de la estructura arquitectónica del Verbum en una fachada gótica, vidrieras incluidas.
Tras ese primer impacto, el espectador tiene oportunidad de recorrer una copia moderna de las salas de trabajo de aquellas ingentes cadenas de producción medievales que eran los monasterios benedictinos en los que, entre rezo y rezo, cada monje tenía asignada una tarea: copiar, encuadernar, realizar miniaturas...
Me dice también Rocío que la exposición pretende ser eminentemente didáctica, lo que implica que no hay que perderse los talleres. Y lo que implica también que maestros y escolares van a darse de bruces con abundante materia prima de trabajo. Precisamente pensando en ellos la muestra permanecerá abierta hasta junio. Descubrirán, por ejemplo, los minerales, vegetales o animales machacados que empleaban para elaborar pigmentos, las plumas de oca o el lápiz de plomo -«en el siglo XIII el bolígrafo ni se soñaba»-, el pergamino, el punzón...
Mientras hablamos empiezan a llegar los invitados. «Espero 150», dice Rocío. Entre otros, a Xesús López, Cristina Berg, María Castro... A todos les esperaba una sorpresa gastronómica añadida, una degustación de productos medievales monásticos. Por ejemplo, las famosas pastas de las monjas benedictinas de Trasmañó, la cerveza artesanal San Amaro o el vino dulce de castañas de Sobreira.
Muchas personas se van a sentir identificadas con la historia que cuenta Manuel Barros en su libro O rapás de Coruxo. En el acto de presentación celebrado ayer no cabía un alfiler. Antiguos y nuevos compañeros de partido, el Comunista; de sindicato, Comisiones, pero sobre todo amigos iban asintiendo a medida que fueron interviniendo Víctor Santidrián, Pepe Cameselle, José Vázquez Portomeñe y, por supuesto Carlos Barros, su hijo.
Todos coincidieron en que la historia del protagonista no era más ni menos especial que la de tantas personas obligadas a trabajar duro para vivir y, a veces, para sobrevivir. Precisamente el hecho de que las memorias de Manuel no sean sino el escaparate de la vida cotidiana que le tocó (República, Guerra Civil, franquismo, democracia...) es lo que las convierte en atractivas.
A escasos 100 metros de donde se presentó el libro de Manuel Barros, Fernando González Urbaneja abría el ciclo de conferencias con el que se celebra Un siglo de periodismo en la sociedad española. Urbaneja eligió una pregunta para el título de su charla: ¿Qué queda del viejo oficio? En la respuesta hubo su cuota de cal y su cuota de arena.
Previamente a la intervención de Urbaneja, Gerardo González Martín ofreció una breve pincelada sobre la historia de la Asociación de la Prensa de Vigo y, claro, sobre algunos de los profesionales más destacados.