Maestro Suh, el hombre de las manos prodigiosas

Soledad Antón soledad.anton@lavoz.es

VIGO

30 may 2009 . Actualizado a las 02:54 h.

Es bien efectiva. Que se lo pregunten si no al doctor Seung Yeul Suh. Especializado en acupuntura y digitopuntura, en su consulta no se nota la crisis. Y es que el dolor no descansa.

La natural desconfianza del gallego-leonés me había llevado siempre (hasta ahora) a darle largas a un amigo que, cada vez que me escuchaba quejarme de la espalda, la cabeza o los kilos de más, pronunciaba la frase mágica: «Eso te lo arregla el maestro Suh en un periquete». Para, a renglón seguido, apostillar: «Sé de lo que hablo». Al final, terminé por sucumbir ante tanta insistencia. Claro, ahora me arrepiento de no haberlo hecho antes.

Hombre afable (y generoso) donde los haya, Suh tuvo claro desde bien niño que lo suyo era la acupuntura. Las primeras clases teóricas las recibió de su abuelo en su Seúl natal. Al margen de la influencia familiar en tan temprana decisión, también tuvo algo que ver el taekwondo, disciplina que empezó a practicar a los seis años. Como en todas las artes marciales, los esguinces y las roturas de huesos están a la orden del día. Menos mal que estaba el abuelo para reponerlos. Comprensible que quisiera emularle.

Hace tres décadas, poco después de rematar sus estudios de Medicina y sus correspondientes años de especialización un amigo, que residía en Galicia, le tentó para venir a probar fortuna. Y vino. Y ya nunca regresó a Corea, salvo para visitar a la familia. Reconoce que al principio fue duro, muy duro ganarse la confianza de los potenciales pacientes. Hablar de acupuntura en España hace 30 años, y aún más en Galicia, era una quimera. «Nadie creía en mí. ¿Acupuntura? ¿Qué es eso? me preguntaba la gente», afirma.

Sin prisa (pura filosofía oriental), pero sin pausa, fue ganándose la confianza primero de unos pocos deportistas, todos adictos a las artes marciales, y luego de los familiares y los amigos de dichos deportistas que, a regañadientes, se iban dejando convencer.

A partir de ahí, el boca a boca hizo el resto. Y el resto es que tuvo que terminar por abrir una segunda consulta (por las mañanas atiende en Pontevedra y por las tardes en Vigo), para poder pinchar a tantos pacientes como llaman a su puerta.

El secreto profesional pero, sobre todo, la dosis extra de discreción que impregna a los orientales, le impide dar nombres, pero por sus prodigiosas manos han pasado (y pasan) políticos de todos los colores, actores, empresarios, militares, artistas... Muchos vienen desde lejos expresamente para que les atienda. «Para mí son pacientes, personas que sufren, igual que las que no son conocidas. Trato a todas por igual, y todas esperan su turno», dice.

En su despacho hay fotos que dan una idea a la periodista de lo importantes que son algunos de sus pacientes. «Por favor, no des nombres». No lo hago.

Cuando abandono con mi amigo la consulta del maestro Suh, no me queda más remedio que reconocer la evidencia. Y la evidencia es que mis recelos eran infundados. Como un día debieron de reconocerlo igualmente las cinco personas que llamaron a su puerta en cuanto dieron en el reloj las cuatro y media de la tarde. Ha llegado la hora de poner remedio al dolor, así es que se acabó la conversación.

Si sienten curiosidad por conocer las habilidades del maestro Suh, y no tienen un amigo como el de una servidora que les lleve a su presencia, pueden abrir esa ventana anónima que es Internet (www.acupunturasuh.com) y comprobar si entre los muchos males que trata está el que les aqueja. Suerte.

Hoy la cosa va de maestros, en este caso del vino. He contado más de una vez la admiración que siento por esos hombres y mujeres que a fuerza de entregarse a los placeres del gusto y el olfato (y viceversa), son capaces de descubrir en una cata a ciegas, no ya la denominación de origen, sino casi el terruño en el que fueron cosechadas las uvas con las que se elaboró tal o cual vino.

Una de esas narices privilegiadas es la de David Barco, presidente de la Asociación de Sumilleres, cuya sapiencia vinícola me ha dejado perpleja más de una vez. Se pueden imaginar que cuando supe que iba a impartir un cursillo de cata para periodistas me apunté enseguida. «Llegas a lo mejor», dijo cuando franqueé la puerta. No sonaba a regañina, pese a que, gajes del oficio, me había saltado bien a mi pesar la parte teórica, que se encargó de impartir Antonio Portela.

Tenía razón David. Llegué a lo bueno. Siete vinos había seleccionado para que narices y paladares legos (algunos leguísimos) se asomaran al mundo de la cata. Una vez más me dejó abraiada. Donde la mayoría apenas éramos capaces de decir que el moscatel Jorge Ordóñez (de producción limitadísima) estaba muy bueno, él fue capaz de encontrar aromas de mandarina y pomelo con recuerdos de pastelería; o cuando, ya envalentonados, nos atrevimos a aventurar que el Clos Dady 2005 Suternes era más sutil, David verbalizó que estaba brotitizado, en nariz encontró maderas y heno seco, y en boca amplitud e intensidad, «como morder un albaricoque». Con el Royal Port del 85 llegó el momento degüelle. «Con vinos tan buenos y con tantos años no hay que correr riesgos con el corcho», explicó.

¿Qué puedo decir de los maridajes? Para demostrar que los vinos dulces no están tan limitados como pensamos eligió patés, ahumados, quesos y trufas. ¿Para cuando la segunda lección?