Hija de emigrantes de Miras, Antía Cal casi se desmayó la primera vez que contempló la ría. Años más tarde Vigo vería nacer su avanzado proyecto educativo
29 jun 2009 . Actualizado a las 13:00 h.El eje geográfico La Habana-Miras-Santiago-Vigo marca la trayectoria vital de Antía Cal. Son muchos los rincones favoritos que esta mujer de férreas convicciones políticas, morales, educativas... tiene en todas y cada una de dichas ciudades. Tal vez por eso ha terminado por elegir el despacho-biblioteca de su casa moañesa, un privilegiado mirador sobre la ría en el que lee y escribe cada día.
Lo primero que llama la atención de la periodista cuando la conversación apenas se ha iniciado es que, a pesar de esos 86 años de los que presume, no está retirada de nada. De hecho, confiesa que si ha accedido a la charla es porque el cuerpo le pide decir en voz alta que, pese a todo el camino andado desde aquel 1940 en el que tantas trabas tuvo que superar, primero para convertirse en universitaria y luego para ejercer como profesional, sigue habiendo discriminación.
Empieza por dejar claro que si habla de su caso no es porque sea ejemplo de nada, sino porque es el que mejor conoce. No resulta fácil seguirla. Tan pronto está entrando en barco por la bocana de Cíes -«Tenía 9 años cuando llegué a Vigo. Casi me desmayo con la visión», recuerda-, como en Muras, ya con el Bachillerato rematado y explicándole a su madre que quería estudiar Filosofía y Letras. «No lo entendían. Nadie lo entendía. La universidad era cosa de hombres», afirma. Reconoce que de hecho, «la carrera reservada para las mujeres era el matrimonio». Al final, se salió con la suya, pero tardó. En el ínterin estudió Magisterio y Teneduría de Libros. Hace un paréntesis para dejar claro que «Las que nos empeñamos en seguir adelante sabíamos que eramos un poco intrusas, pero no íbamos más allá, no éramos feministas militantes».
Que en aquellos años de universidad -«éramos 17 en clase; curiosamente las dos únicas mujeres hijas de emigrantes», puntualiza- Antón Beiras se cruzara en la vida de Antía Cal determinó en parte su futuro. Hace más de cuarenta años que el famoso oftalmólogo falleció, pero sigue estando presente cada día en su vida. De hecho, en otro de esos saltos en el tiempo que va haciendo en la conversación intercala una frase que, dice, suele repetir a los amigos: «No os equivoquéis, yo no tengo madera de viuda, es que no volví a encontrar a nadie ni remotamente parecido a Antonio».
Hace otro paréntesis para recordar cómo le pasó a máquina su tesis doctoral, y como no había nada que se le pusiera por delante cuando de avanzar en la profesión se trataba. «Un día llegó a casa y me dijo tengo que ir a Francia, necesito ver cómo se trabaja allí con los estrábicos». Y se fueron. Luego vendría Suiza, Alemania...
Antía aún no lo sabía, pero aquellos viajes serían el germen de su visionario proyecto educativo, que terminó fraguándose con la apertura del colegio Rosalía de Castro en 1961. Hasta entonces se ganaba el cocido impartiendo clases particulares de latín. «No soy partidaria de que se haya suprimido el latín; es vital para saber bien el castellano», sostiene. Aprovechando que sale el tema de los idiomas, vaticina que «el gallego no se va a morir, pese a que ahora el PP está preocupado porque dice que hay que salvar el castellano. Antes lo que había que salvar era el gallego», enfatiza.