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La puerta amarilla

VIGO

23 ago 2009 . Actualizado a las 02:00 h.

Soy un enfermo de Vigo. Mi ciudad me apasiona de tal forma que el 16 de junio de 2007, cuando Abel Ramón Caballero se convirtió en alcalde de la ciudad, me fui a celebrarlo a una librería. Compré La puerta amarilla, una novela que trata de lo siguiente: La hija del más importante empresario de España se lía con un terrorista de ETA que llega a Madrid para cometer un atentado. Además, el principal laboratorio farmacéutico del país es acusado de propagar un virus letal. Y hay, también, una fusión empresarial que permitirá a una mujer humillada recuperar su dignidad perdida.

Leí La puerta amarilla en dos semanas. Estaba bien. No era peor que la mayoría de las novelas del mismo corte que me he zampado. Y, aunque abusaba de los diálogos, muchos de ellos accesorios, fatuos y artificiales, logró mantener mi atención hasta el final. Me gustaron algunas cosas: «Rugía el dragón de la M-30» es una hermosa frase del narrador. Y observé paralelismos con Blade Runner, en la forma en que la protagonista, Nerea, se conduce. Por el contrario, me dejaron frío otros momentos, en los que el autor, remedando un imposible lenguaje juvenil, afirmaba: «Ya eran las cuatro y media, y tenían que ir a la movida». La gente, señor, no «va a la movida»: Sale.

La puerta amarilla es una de las cuatro novelas de Abel Caballero. Y yo la leí. Lo que prueba mi primera afirmación de este artículo: Soy un enfermo de Vigo. Tanto, que este verano he iniciado la lectura de la segunda: El invierno de las almas desterradas, título que a espíritus menos sólidos que el mío podría infundir un justificado pavor.

Escribo, sin embargo, esto, para justificarme. Cuando critico, cuando afeo la conducta de un personaje público, lo hago después de documentarme. Al punto de que soy capaz de leerme las novelas de mi alcalde, a 18 euros el ejemplar, e incluso escribir que son bastante dignas, con momentos incluso buenos. Y con otros, como tantos best-seller, ciertamente abominables.

Ayer, sin embargo, con el aburrimiento estival, me atreví a algo digno de un psicópata: Releí La puerta amarilla. Por encima, obviamente. Pero la releí. Y no porque la novela lo merezca. Sino por entender al tipo. Porque resulta que, en los últimos tiempos, me parece a mí que el autor es otro. Que ha cambiado. Que -digamos- de alguna forma ha tomado tierra. Ha aterrizado. Y esto me tiene muy sorprendido.

Diré algo que suena raro: Tal vez tenemos un buen alcalde. Siento traicionar a la matraca, pero tengo dudas. Observo cambios. Un catedrático, profesor en Oxford, ex ministro y, con desigual fortuna, novelista, no podía ser tan malo. Y es mucho más de lo que nunca hemos tenido. Y, además, en los últimos tiempos parece que empieza a posarse. A ser de este mundo. Si lo consigue, tenemos alcalde para rato. Aunque estas palabras, escritas con estivalidad y alevosía, no me granjeen ninguna amistad. Y esté, además, convencido de que son producto de la febril lectura veraniega de libros de caballerías.