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«No me dejaron estudiar en Santiago porque se jugaba mucho al parchís»

Soledad Antón / M. J. Fuente VIGO/LA VOZ |

VIGO

A la cofundadora del colegio Martín Códax nunca le agobiaron los suspensos porque su padre le inculcó desde niña que el curso no termina hasta septiembre

18 may 2010 . Actualizado a las 12:25 h.

«No hay niños burros en el mundo; hay personas». Es una frase que solía repetir el padre de Margarita (Tatá) Viñas, y que ella interiorizó desde que tuvo uso de razón. Igual que la apostilla que solía venir después: «El derecho a la escuela implica que cada persona ha de recibir un papelito. Luego, el uso que haga de él ya es cosa suya». Es una filosofía que Tatá siguió a pies juntillas desde el momento en el que, continuando la tradición familiar, decidió dedicarse a la enseñanza. «En mi casa hay mucho maestro», asegura.

Cuando en los 40 empezó a aprender aquella lección de su progenitor, no podía imaginar que tres décadas después formaría parte, junto con otras 15 personas, de la médula espinal de un proyecto tan novedoso como fue en su día el colegio Martín Códax, centro que dirigió hasta el curso 2005. «Pensábamos que si algo tiene que ser la escuela es liberadora», afirma. Pese a que aún vivía Franco (año 1970), decidieron que no impartirían ni Religión ni Formación del Espíritu Nacional, dos asignaturas obligatorias entonces.

Subraya que eso no implica que se adoctrinara en otro sentido. La consigna era precisamente formar, no adoctrinar. «Cuando contratábamos a un profesor nunca le preguntábamos si iba a misa o cómo pensaba. Nos daba igual. Lo importante es que fuera un buen enseñante en su materia».

Pese a que era un secreto a voces que entre los fundadores del Martín Códax había varios miembros de la recién nacida UPG, nunca tuvieron mayores problemas. «Yo era la que daba la cara. Creo que me eligieron como directora porque sabían que lo mío era la escuela, no la política», afirma.

Seguro que en las partidas de cartas que solía compartir su padre, inspector de Educación, con el entonces jefe de policía, algún entuerto pudo deshacerse. En cuanto a la Iglesia, recuerda Tatá con precisión el día que la visitó el entonces obispo, Delicado Baeza. «'Ya sé que no impartís Religión', me dijo. 'Precisamente está concebido como laico por respeto a la Religión', le respondí». El prelado optó entonces por dar un rodeo: «Me dijo que había madres que se quejaban de que no preparábamos a los niños para la Primera Comunión», recuerda.

La solución que le ofreció al prelado deja claro por qué los compañeros habían elegido a Tatá Viñas como directora vitalicia: «Tal vez esperaba una respuesta agria, pero le dije que los sábados, que no había actividad escolar, no tenía ningún inconveniente en ceder un aula para que el párroco de la zona impartiera una hora o dos de catequesis a los niños que quisieran asistir. Todavía estoy esperando la respuesta», cuenta.

Pero antes de poner a andar la experiencia del Martín Códax, que se reveló tan acertada que en apenas tres cursos pasaron de 190 alumnos a 1.000, Tatá Viñas tuvo oportunidad de ejercer su magisterio en una de las escuelas unitarias públicas de la ciudad peor dotadas, la de la Salgueira. Corría el año 1962.

Enclavada en un barrio especialmente deprimido entonces, no sólo tenía que ocuparse de enseñar a los alumnos, sino que tenía que atenderles en otras necesidades más básicas. «Muchos llegaban sin desayunar, sin ropa ni calzado adecuado en invierno, así es que la atención era integral».

En una situación tan precaria, lo de menos eran las notas. Claro que otra cosa que había aprendido de niña era a no agobiarse por un suspenso. «Tuve 13 en el Bachillerato, pero mi padre siempre decía que el curso acaba en septiembre». Con todo, reconoce que si no le hubieran aprobado las Matemáticas, no habría podido llegar a la Complutense para estudiar lo que realmente le gustaba, Filosofía y Letras, carrera en la que se licenció sin problemas.

Bien curiosa es la historia de por qué no estudió en Santiago: «Fue por culpa del parchís. En casa montábamos grandes partidas. Mi padre descubrió en una visita a Compostela el ambiente parchisero de los bares cercanos a la facultad y dijo está aquí no puede venir. Así fue como terminé descubriendo en Madrid lo que era la morriña».