Abel Caballero ha construido en torno a sí un sistema feudal. Es el señor de una ciudad amurallada que ha repartido favores entre sus vasallos para ganarse su lealtad. Hijos de concejales han recibido empleos en su entorno próximo. Cuñados, sobrinos, familiares se han beneficiado de contratos, según ha denunciado Carlos Príncipe. La red de vasallaje es extensa. Pero no es nada ilegal, ojo. Cuando colocas de asesor al cuñado de una concejala no vulneras ninguna ley, solo te fumas la democracia. En el entorno de Caballero responden ufanos a las acusaciones: «¡Que vayan a los tribunales!», sabedores de que no hay caso y encantados de demostrar que la ética se la trae al pairo.
El caso es que estas cosas son un buen termómetro para medir la calidad democrática del país.
Cuando el principal partido de la oposición da ruedas de prensa diarias para advertir de que el apocalipsis se acerca por culpa de Caballero, cuando hasta denuncia baches, pero ante los enchufismos solo responde con una tibieza sonrojante, algo ocurre. ¿Es que el PP tiene miedo de algo?
Cuando el BNG pasa directamente del tema, algo ocurre. Si fuera mal pensado, diría que tal vez tenga que ver con el bochornoso pacto que permite al Bloque que todos sus ediles tengan sueldo y, proporcionalmente, más asesores que ningún grupo.
Cuando el jefe del PSOE en Galicia reduce todo a lo que él llama «una cuestión interna», a pesar de que hablamos del uso de dinero público, algo ocurre.
Cuando todos los que hacían cruces, y con razón, con las baltaradas ahora miran al aire y silban, algo ocurre.
Y cuando ante las evidencias de la telaraña feudal buena parte de la sociedad desoye, asume o consiente, algo ocurre: que no somos ciudadanos, sino súbditos. Somos vasallos.
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