![](https://img.lavdg.com/sc/GKcOXaGKJpCR11vtBW3Dlu9qnD0=/480x/2016/04/23/00121461435781950202882/Foto/V05N3004.jpg)
Los felinos llevados por el hombre a las islas para poner coto a las voraces ratas se han centrado en cazar otros animales
25 abr 2016 . Actualizado a las 11:55 h.Nuestra historia empieza muy lejos en el tiempo y la distancia pero termina aquí y ahora. Imaginen, estamos en Nueva Zelanda, en el año 1890. Tras años convulsos de gresca entre ingleses y franceses con los maoríes por medio llevando las del pulpo por ambas partes, reina la paz y el gobierno británico empieza a organizar las rutas comerciales. Entre la isla Norte y la Sur se encuentra el paso de Cook, la principal vía de navegación, y a su entrada la isla de Stephen. El gobierno de su graciosa majestad decide instalar en aquel punto un faro y consiguientemente allí se va a vivir un farero que, para sobrellevar la soledad, llega acompañado de su simpático gatito. Al cabo de unos días el felino, que se dedicaba a campear alegremente por la isla, llega al faro con un pajarito en la boca. A nuestro farero, naturalista aficionado, el fiambre le llama la atención. Es un bichín pequeñito, rechonchito y de tonos pardos moteados (recordaría un poco a nuestro simpático chochín) pero con características peculiares, para empezar que tras siglos adaptado a vivir allí sin necesidad de desplazarse a otro sitio no podía volar y nidificaba en el suelo (cosa que agradecía el gato). El farero deduce que aquel pajarito podía ser una especie interesante y decide conservarlo en sal y enviarlo al museo británico de historia natural para que identifiquen a la criatura, pero les recuerdo que estamos en 1890, por lo que el viaje en barco necesita varias semanas. Cuando el cadáver llega a destino los expertos no dan crédito a lo que ven. Efectivamente se trata de una especie única, jamás vista ni semejante a nada conocido. Escriben al farero y le piden que intente capturar más ejemplares para su estudio, pero ya se imaginan las semanas que necesitó la carta de vuelta.
Sin rival
En ese tiempo el simpático gatito se puso las botas. Pónganse en su lugar: pajaritos que no pueden volar y que ni siquiera se escapan pues en su vida habían visto a un gato y por lo tanto no lo identificaban como un depredador. Cuando nuestro farero recibe la carta del museo cae en la cuenta de que ya hace unos días que su gato no aparece con ningún pajarito, tras semanas trayéndolos sin parar. Recorre toda la isla y no encuentra a ninguno. Avisa a sus amigos de otras islas. Nadie conoce a semejante bicho.
El Reyezuelo de Lyall (Xenicus lyalli) solo vivía en la isla de Stephen, allí empezaba y terminaba su distribución mundial. La moraleja de nuestra historia sería: ¿Pueden los gatos introducidos artificialmente por el hombre en una isla llegar a extinguir una especie? La respuesta no solamente es afirmativa, sino que incluso un solo gato puede llegar a hacerlo.
Ahora saltamos en el tiempo y la distancia. Estamos en las islas Cíes hace solo unos cuarenta años. Por vía marítima, y naturalmente sin pretenderlo, las ratas fueron llegando gradualmente a las islas y ya saben como son nuestras amigas a la hora de reproducirse. Es un problema serio porque se comen todo, lo natural y (ahí nos duele) lo que almacenan los humanos. A alguien se le ocurre una idea brillante: si los gatos comen ratas? pues traemos gatos y asunto solucionado. El problema es que en asuntos ecológicos las cosas rara vez funcionan de forma tan lineal. Los gatos se encontraron con un problema y a la vez con una oportunidad. El problema eran precisamente las ratas.
Si conocen ustedes personalmente a las ratas isleñas coincidirán que ante un enfrentamiento entre gato y rata isleña es difícil apostar por el ganador. La oportunidad felina era, para compensar, una abundante variedad de presas naturales frente a las que no era necesario jugarse la vida. Nuestros amigos son gatos, pero no idiotas, con lo que ya se imaginan a lo que se dedicaron y la gracia que les hizo a las aves, a sus huevos y polluelos, a los reptiles y anfibios, etc. En esta historia, y conviene dejarlo claro (para que no se enfade entre otras mi amiga Teresa Jardón, gatuna ella donde las halla), los únicos que no tienen la culpa son los gatos. Los felinos son por instinto depredadores y se comportan como tales. Lo extraño sería que un gato se comportase como un arbusto.
Ahora lo que nos corresponde es solucionar el error y volver a las condiciones originales.