«Cuando se vayan, no recogeré los juguetes del suelo porque así no se habrán ido del todo», la carta de un abuelo que quiere estar con sus nietos

Enrique Gil Pérez VIGO

VIGO

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Imagen de archivo ISABEL SCARONE

El autor relata el «bello desorden» que impera en su hogar de Vigo con la llegada de sus cuatro nietos y anticipa la melancolía que desatará su marcha

24 jul 2023 . Actualizado a las 23:10 h.

Amaya y Valentina son las reinas. Desde que, como golondrinas en primavera, han vuelto volando desde Nueva York no paran. Llegaron hace apenas unos días y es ya maravilloso desorden el que impera en toda la casa. Un bello desorden. Pelotas, papeles, tenedores y calcetines por el suelo de la cocina. Libros y servilletas por los pasillos. Cepillos de dientes dentro de los zapatos. Chillidos desinhibidos. Alegría por todos los rincones. Es la pincelada que da color, unidad y armonía a la obra bella. 

En la playa juegan con sus primos Sofía y Diego. Juntos se quieren tragar el mar. Vaciarlo. Como ángeles de san Agustín llevárselo a su charquita abierta en la arena.

A Sofía le encanta correr y nos reta constantemente. Diego lo deja todo por el fútbol. Donde ve un balón corre detrás de él. Y no le achica que quienes jueguen sean adultos. Según su padre, John, va para futbolista. Le contesto que más que para futbolista parece ir para balón. Que se va a poner redondo tanto le gusta nuestra cocina gallega. Sale a este abuelo.

Hoy sus gritos rompieron mi siesta. Me levanté con pereza. Salí al pasillo. Pero todo estaba en silencio. Se me sobresaltó el corazón. «¿Se habrán ido los niños?». La alegría y el bullicio se irían tras ellos. Los busqué, anhelante, por toda la casa. Había juguetes por todas las esquinas. Jirafas, osos, leones, perros, ovejas. El arca de Noé parece haber arribado a esta casa. Papeles y ropas… Todo en perfecto desorden. Me tranquilicé ante la garantía de que no podían andar muy lejos…

Acaso cuando se vayan, las figuras, los marcos con las fotos, los libros, los juguetes… vuelvan a sus lugares. Entonces lo comprenderé todo. Cuando despierte y vea todo pulcro. Eso solo pasa en los hogares donde no hay niños.

Cuando se vayan de verdad, me quedaré solo y triste. Pero no recogeré los juguetes del suelo. Ese desorden significará para mí que no se han ido del todo. No volveré las figuras a sus vitrinas. Iré salteándolas por toda la casa. Camino del baño iré dando patadas a la pelota. Como lo hacía Diego. Cuando haga ensalada cogeré con los dedos -como Sofía- un trocito de cebolla que tanto le gusta y me acordaré de ella.

Reandaré de nuevo los lugares que visitamos juntos. Los columpios, las playas, las terrazas, el camino de la aldea… En el coche miraré de reojo por el espejo interior con la esperanza de verles, de escucharles, de disfrutar su sonrisa.

Lloraré su ausencia. Pero si me ves, te diré que es por la cebolla que tomé en recuerdo de Sofía: «¡Las cebollas siempre me hacen llorar!», me disculparé. Y cuando me dejes solo miraré su foto en mi corazón. Y seguiré llorando y suspirando por su alegría. Cuando todo quede rigurosamente ordenado y en silencio. Cuando quede la soledad y yo…

Esperaré. Esperaré por ellos a que regresen de nuevo. Hasta que su presencia dé vida y movimiento a todo de nuevo. Rodará de nuevo el balón. Los muñecos hablarán. La fauna hará de nuevo jungla por los pasillos de la casa.

Pero si tardan mucho le escribiré a sus papás, Nick y Poly, Elena y John. Les pediré que tengan todo en perfecto desorden, que el abuelo ya tiene billete para Nueva York. ¡Tiemblen los Brooklyn Nets! El encanto de los niños vence su respeto ? ¡quién dice miedo! ? a los aviones. Su alegría, contagiosa y auténtica, le es imprescindible. En su sonrisa siente que Dios le sonríe. En su amor que le ama.

Quiero estar cerca para ser también para Amaya y Valentina, para Sofía y Diego, motivo de gozo y fiesta. Para aprender de ellos y que -los amigos y Dios - puedan decir de mí algún día que este abuelo es como un niño…