Si uno mira las islas Cíes desde Baiona, como yo estoy haciendo en este momento, y piensa que eso vieron los tripulantes de la Pinta que regresaban para decir que habían descubierto América —que ya es descubrir—, hace cinco siglos, uno se asombra de lo poco que han cambiado algunas cosas. Por Baiona anda, además de mi familia y de algunos portugueses, la vicepresidenta segunda del Gobierno de España, nuestra Yolanda, que me dice mi mujer que veranea aquí desde siempre —pero no tan desde siempre como para haber visto llegar a la Pinta, me imagino—. Las vacaciones de los políticos es la época en que uno los ve en camiseta y pantalones cortos, sin afeitar, comiendo cigalas en una terraza, y a mí, que durante el año les arreo estopa sin freno, me produce cierto relajo y cierta ternura su anonimato. Ustedes saben que la fama es como un ochomil, una montaña muy difícil de ascender, pero más aún de descender, que es donde se producen la mayoría de las muertes. Los artistas y los jugadores de fútbol desean primero ser famosos, pero después pagarían por no serlo. No sé si esto también les ocurre a los políticos, pero sí sé que les cuesta mucho dejar el cargo. Y, sin embargo, cuando uno los ve de vacaciones es como si verdaderamente lo hubieran dejado, como si regresaran a la vida de la calle.
Y volviendo a la lancha que primero regresó del nuevo mundo —veintidós metros y apenas veinticinco tripulantes—, hay en el muelle frente a mi ventana una réplica que visitan los turistas cuando no pueden ir a la playa. La recorren con los niños jaleando y peleándose. ¡Descubrir América para esto!