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Glicinas

CRISTINA LOSADA

VIGO CIUDAD

ANTÍPODAS | O |

09 abr 2005 . Actualizado a las 07:00 h.

TODO da vueltas menos las glicinas. Las glicinas florecen cuando les toca y además no se mueven de su sitio. A lo sumo, crecen, como buenas enredaderas que son, para cumplir con quienes les ponen paredes por donde trepar y pérgolas por las que extenderse y dejar caer, por entre los enrejados, su flor. Parece humilde la glicina; en invierno se retira a sus cuarteles, pero cuando decide salir, sale con lo mejor, con las flores violetas o azules en racimos turgentes y delicados, que cuelgan como lámparas orientales de los días de abril. Las escaleras del Colegio Alemán tenían glicinas en el muro colindante. El edificio y los jardines en terraza de aquel Colegio desaparecieron en combate, en el de la urbanización por las bravas de Vigo, todavía inacabada, hace mucho. Pero no de la memoria de quienes los conocimos y hasta estudiamos allí. Junto a las glicinas en flor, en aquella escalera desde la que se avistaba la ría, uno podía sentarse a maquinar travesuras o a componer, al crepúsculo, algún poema malo y trascendental de los que se pergeñan en la adolescencia. En Ginebra habité en una casa antigua cuyo patio estaba cargado de glicinas. En el bajo abría sus puertas un restaurante, Les Glycines, y en los pisos se alojaba parte del personal. Tan discretos eran que apenas se notaba su trajín. Mientras en el patio florecían las glicinas, en la casa florecía un hibisco bajo el tragaluz. También crecían las dificultades como silveiras que acaban ahogando al resto de la vegetación. Ahora mis glicinas son las de Montero Ríos. Esas que, por fin, y mira que les ha costado, van adquiriendo densidad sobre las pérgolas que les habilitaron. Tan altas las hicieron, que apenas lucen las flores. Ni en eso acertaron. No es culpa de lo moderno, sino de la modernez.