Tuve la oportunidad de conocer a Ángel Cristo cuando trabajaba de reportera para el programa de TVG A revista Fin de Semana. Su circo había aterrizado en Vigo y teníamos que hacer varias conexiones en directo, a las que se prestó amablemente, a pecho descubierto de guión y exclusiva.
He de confesar que nunca he considerado el circo como el mayor espectáculo del mundo; más bien todo lo contrario, siempre me ha causado una pobre y descorazonadora impresión, con payasos que ocultan sus lágrimas tras sonrisas de carmín y trapecistas que esconden sus miedos bajo espesas capas de maquillaje. Entre los héroes de mi infancia jamás estuvieron los domadores de leones, seguramente porque ya era consciente de que, como escribió Gloria Fuertes, el mundo está lleno de cariñosas fieras y venenosas flores.
Una vez en la pista, reconocí, a lo lejos, su nariz porruda y sus rizos, paradójicamente indomables. Me sorprendió encontrarlo tan encorvado, como si a su espalda llevara el peso de todos sus infortunios, o de todos sus desaciertos. Sin embargo, en aquellos ojos ciegos de instinto, conservaba el brillo que probablemente encandiló a la bella Bárbara Rey, el de un hombre fundamentalmente trabajador, cordial y resuelto, que cambió cuna por caravana, pañales por carpas y que se nutrió de biberones de temeridad.
Grito y azote
Cristo creció aprendiendo la equivocada lección de que el mundo se divide en dos grupos, el de los dominadores y el de los dominados, así que es entendible, aunque reprobable, que su lenguaje fuera el del grito y el azote.
Sostienen algunos que de no haber muerto su primera esposa, Renata, otra aristócrata del circo, el Ángel no hubiera descendido a los infiernos y el Cristo no hubiera comenzado su particular viacrucis. No lo creo. Al domador lo sometieron sus voraces adicciones, las responsables de propinarle el más mortal de los zarpazos.
Pero, como él hubiera deseado, el espectáculo debe continuar y habrá que hacer equilibrismos sobre su biografía para quedarse con lo bueno, como es deseo ahora de la familia. A sus hijos, a Sofía y a Ángel, aunque ya están acostumbrados a hacer contorsiones con los sentimientos, les tocará ahora lidiar, una vez más, con las peores fieras. Pero ese ya es otro circo.