Con el agravante de ser la ciudad olívica

Antón Lois VIGO / LA VOZ

VIGO CIUDAD

XORNAL VIGO

Vigo se suma a la lista de ciudades europeas que expolian árboles para adornar calles y rotondas

10 oct 2016 . Actualizado a las 10:11 h.

Hoy queremos contarles, y de paso recomendarles, una película. Se titula El olivo y la realizó magistralmente Icíar Bollaín. No les costará localizarla. Se estrenó el año pasado y resulta doblemente pertinente por aquello de que vivimos en la ciudad olívica y porque cuenta cosas que nos sonarán conocidas.

La historia empieza en el sur de la península, donde un viejo jornalero retirado recibe la oferta de un puñado de euros para comprarle un más viejo todavía olivo que crece junto a su casa. Su destino será convertirse en adorno para que quede bonita, y ecológica, una rotonda urbana en alguna ciudad del norte de Europa. Todo bien, hasta que nuestro protagonista ve cómo arrancan su olivo y se lo llevan en un camión. Los días siguientes, su paisaje ya no es el mismo y entre las raíces cercenadas y el agujero en el suelo que ocupa ahora el lugar donde estaba aquel árbol que nació mucho antes que él comprende que con el árbol se fue una buena parte de su vida y que ahora, él mismo, es también un espacio vacío. Su vida se vuelve gris y el dinero conseguido no reemplaza la ausencia. En vista del panorama, su nieta, una chica sensible que lo quiere y que se rebela ante la injusticia y que cree que es posible hacer las cosas bien y corregir las que se hicieron mal (lo que viene siendo una perroflauta), se embarca en la tarea de liar a unos cuantos cómplices para intentar recuperar el olivo y devolverlo a su lugar. Y con el árbol devolver la vida a su ser querido. Por el medio desfila la soledad, el desarraigo, las mieles y las hieles de una vida dura y hermosa a la vez con el fondo de un destino común entre nuestro viejo protagonista y aquel viejo árbol, y hasta aquí les podemos contar.

La película está basada en miles de hechos reales. Sin ir más lejos el olivo bicentenario que esta semana, plantado en un macetón, inauguraba nuestro alcalde ante la Colegiata podría perfectamente ser el protagonista de la película. El recién llegado olivo bicentenario, convenientemente cercenado en sus raíces y mutilado brutalmente en su copa, se suma a los parientes que adornan (pues para eso están, para adornar) muchas de nuestras calles y rotondas. Vigo es un sitio más entre centenares de ciudades europeas cómplices de este proceso de expolio sistemático del patrimonio natural y cultural, con el agravante de ser ciudad olívica, lo que en teoría debería convertirnos en ejemplo de lo contrario, pero quizás la tentación de emular a los reyes católicos y al conde duque de Olivares es demasiado irresistible.

Al menos tenemos alguna buena noticia. Conscientes del sistemático expolio de su patrimonio natural y cultural, y en buena medida gracias al trabajo perseverante y las denuncias de la Fundación Féliz Rodríguez de la Fuente, que incluso llegaron a la Unión Europea, varias comunidades autónomas decidieron desarrollar normativas que prohíben estas prácticas. Lamentablemente, no está entre ellas la comunidad gobernada por la actualmente mejor amiga de nuestro regidor. Andalucía es así el origen de muchos de estos olivos centenarios arrancados.

Quizás en la ciudad olívica deberíamos respetar más al árbol que nos proporciona nuestra identidad y no ser cómplices de su desarraigo cuando nadie nos impide plantar olivos y esperar, como en el lugar de donde proceden los expatriados, dejar que el tiempo una nuestra historia natural y humana. Quizás la administración pública debería dar ejemplo de conservar la naturaleza y no de su destrucción y quizás la iglesia no debería colaborar, agradecer ni mucho menos bendecir esa destrucción. Quizás para compensar la pérdida paisajística en algún lugar de alguna sierra andaluza se debería instalar un cartel, bien grandote, que en medio de unas raíces cercenadas, en el centro de un agujero donde antes estaba un olivo, pusiera bien claro «Concello de Vigo. Alcaldía», valga la redundancia. Y quizás, sobre todo, deberíamos dejar de utilizar la naturaleza como adorno y, sencillamente, venerarla como soporte de todo lo que somos, de modo que tanto en las rotondas y plazas como en las losetas de las iglesias se instalen, por ejemplo, bellas estatuas en honor a los grandes próceres locales. Para que sean pertinentemente admiradas por el pueblo y defecadas por las palomas. O viceversa.