El tatuaje de la candidata

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE V TELEVISIÓN

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18 abr 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay una foto de estos días de Cristina Cifuentes sentada en el bordillo de una silla, con la espalda ligeramente arqueada, una camisola abierta en la rabadilla y un tatuaje tribal que asoma por encima del pantalón y circula, oculto, hacia el sur definitivo de su dorso. Puede que esta sea la nueva imagen del Partido Popular, la que se afanan en construir algunos, aunque luego aparezca un Gallardón y vuelva a excitar las almas ideológicas del PP,  esas que cada poco tiempo se arremangan y se lían a guantazos. El tatuaje de Cifuentes explica sus desencuentros con Aguirre, que en realidad son los del partido consigo mismo, pues en el PP hay en estos momentos dos mundos, dos generaciones, dos complexiones ideológicas tratando de ocupar el mismo espacio. El alma ladina de Rajoy intuyó que en este duelo de rubias había tema. Y vaya si lo hay. Mientras Cifuentes visita las tiendas de tatús, Esperanza hace campaña en un chéster, que aunque sea hinchable conserva el aire de regia exclusividad que destilan estos muebles cuyo diseño la leyenda atribuye al cuarto conde de Chesterfield, Philip Dormer Stanhope, mecenas de Voltaire.

Este sofá que el canon clásico tapizaba en cuero marrón, salpicado de botones grandes y profundos y que mejoraba con el tiempo, ha reaparecido gracias a un programa de televisión que Aguirre la espabilada ha puesto a hacer campaña. El mueble encaja con esa displicencia tan aristocrática que la aspirante a alcaldesa practica como nadie. Mientras ella cabalga en chéster, Cristina nos enseña el tribal que corona su trasero en una presentación de credenciales que promete y en la que de momento va ganando la veterana de sangre noble que por mandar manda hasta en la lista de Cifuentes.

La cuestión es que la de su espalda no es la única impresión en tinta de la aspirante a presidir Madrid. A la mujer le gustan las marcas, aunque sus elecciones sean un catálogo de evidencias: además del tatuaje tribal, su anatomía hospeda los dibujos perennes de un sol, de una estrella, de unas letras chinas y de una rosa que como todo el mundo sabe es una rosa, es una rosa. Hace solo tres décadas, al observar el ancla hinchada de Popeye o al escrutar un balbuceante «amor de madre» caligrafiado con un burdo punzón en el bíceps de un rudo marinero era difícil intuir que los tatuajes se iban a convertir en las cicatrices voluntarias del presente. El mundo se ha llenado de jóvenes marcados en tinta y hace tiempo que esas señales se sofisticaron y saltaron de las cárceles a las tiendas de Marc Jacobs. Seguro que Cifuentes sabe esto, porque además en el PP siempre ha habido una rubia representativa. Lo fue en su día Isabel Tocino y su versión gallega, Corina Porro, en una tendencia que inauguró Fraga y que se ha mantenido muy saludable con el tiempo. Por eso lo de Madrid es tan interesante, porque Rajoy las ha metido en un laboratorio a ver qué pasa. El tiempo le dirá si debe seguir con el chéster o enseñar el tatuaje.