En un artículo reciente, constata The New York Times el eclipse súbito de las mujeres en la política latinoamericana. El volantazo a la izquierda de la región ubicó al frente de Argentina, Brasil y Chile a tres señoras en una confluencia histórica que ya ha sido superada. Al margen del análisis político de sus gestiones, el paso de Fernández, Rousseff y Bachelet por las presidencias de tres de los países más destacados de América se considera hoy un hito histórico que se hubiera cerrado con redoble de tambores si Hillary Clinton hubiese ganado las elecciones en USA y que corre el riesgo de convertirse en una rareza histórica irrepetible, al menos a corto plazo. La realidad es que Michelle Bachelet dejará la presidencia de Chile en unos meses y su salida presentará una foto fija infeliz tras unos años de esperanza: en ninguno de los países americanos gobernará una mujer, lo que puede convertir los años pasados en una ilusión óptica incapaz de normalizar el acceso de mujeres a los ministerios públicos más elevados.
El análisis de este tiempo obliga a considerar si el balance de la gestión de estas tres mujeres está siendo más descarnado por una cuestión de género. Si los errores o incluso las fechorías están remarcados en rojo por ser señoras las que empuñaban el timón. En una entrevista de hace unas semanas, Dilma Rousseff denunciaba la misoginia a la que ha tenido que enfrentarse y las críticas implacables que padeció por su severidad, una disposición que habría sido considerada firmeza si hubiese sido un hombre. «Me han llamado vaca como seiscientas mil veces», denunció la brasileña que salía del gobierno el 31 de agosto pasado tras un proceso de impeachment que demolió el mandato de la primera mujer que presidió el gran país sudamericano. El gabinete de su sucesor está integrado solo por hombres.
Algo parecido ha sugerido Michelle Bachelet, obsesionada con conseguir que el patrón de exigencia sea idéntico para hombres y mujeres. De la revolución que supuso su acceso al poder y de las expectativas inalcanzables que sobre ella se crearon da cuenta la confesión de una mujer que asistió a uno de los mítines previos a su victoria: «Si usted sale elegida mi marido no me va a golpear nunca más». Ese plus que lastra la acción de las políticas ha sido también puesto de manifiesto en España, en donde hoy conviven varias mujeres de ideologías diversas en puestos de responsabilidad. Están las alcaldesas de Madrid y Barcelona, las presidentas de Madrid y Andalucía y la portavoz del Gobierno y ministra de Presidencia, entre otras. Cualquiera que haya tenido ocasión de verlas compartir escena detectarán entre ellas el tipo de corriente que vincula a las minorías.
La imagen simbólica de esta alianza sutil la ofrecieron en noviembre del año pasado Manuela Carmena y Cristina Cifuentes paseando del ganchete por las calles de Madrid tras compartir un menú de 15 euros. Hubo otra fotografía, la de Carme Chacón embarazada de ocho meses pasando revista a las tropas tras ser nombrada ministra de Defensa de España.
En el otro extremo, declaraciones como la del socialista Emiliano García Page que para cuestionar la capacidad de María Dolores de Cospedal sentenció: «No creo que sepa pasar la aspiradora». O la del exalcalde popular de Valladolid, León de la Riva, con aquella otra confesión: «Cada vez que veo los morritos de Leire Pajín pienso lo mismo». Hagamos un ejercicio. Imaginemos a Celia Villalobos diciendo: «Cada vez que veo los morritos de Pedro Sánchez pienso lo mismo». O incluso imaginemos a Celia Villalobos confesando: «Cada vez que veo lo morritos de Leire Pajín pienso lo mismo». Pues eso.