Algo está impulsando a muchas personas a empuñar un aerosol y dejar su huella estampada en la pared. No es que sea precisamente nuevo esto de los grafitis, pero en los últimos tiempos se observa una explosión descontrolada que en muchos casos resta profundidad e interés a una expresión que transita entre el arte y la gamberrada.
Seamos claros. El ser humano lleva haciendo pintadas desde que la evolución lo puso sobre la Tierra. Grafiti es Altamira y grafiti son las inscripciones de las catacumbas romanas. En 1880 la policía de Londres se encontró escrito en sangre «Los judíos son los hombres que no serán culpados sin motivo» en un muro de la calle Goulston, en la zona en la que actuaba Jack el Destripador. Hay una historia fascinante que arranca tan pronto como en 1943, cuando las tropas estadounidenses entran en Túnez. Allí vieron por vez primera el grafiti «Kilroy was here» que se volvieron a encontrar en Francia, Italia y Alemania. Esa figura de un hombre calvo que parece mirar por encima de un muro es hoy un icono contemporáneo y su autor una especie de Banksy de la II Guerra Mundial con cuya identidad se sigue especulando. Una radio estadounidense llegó a convocar un concurso en 1946 y determinó que James J. Kilroy podía ser un trabajador de un astillero de Massachusetts que inventó ese sello que los soldados convirtieron en una especie de talismán. Ese juego de identidades es una de las grandes aportaciones del grafiti, algo que el mencionado Banksy ha llevado hasta el paroxismo, aunque la teoría más secundada a estas horas es que el famosísimo artista pueda ser Robert del Naja, fundador y líder del colectivo musical Massive Attack.
La complexión y la importancia de todo este movimiento no necesita a estas alturas ninguna justificación, incluido su acento de guerrilla, de alternativa al sistema, de subversión de las normas, todo eso que tanto necesitan las sociedades que aspiran a ser libres. Pero se habla desde hace un tiempo de una invasión acelerada de pintadas callejeras con una profusión que apabulla y una ruptura de algunos códigos de honor. El espacio violentado esta semana ha sido la catedral de Santiago, con pintadas contra Vox, los borbones y el machismo. Y hace unos días Renfe intentaba predicar en el lugar más artístico de España, seguro que para convencer a los grafiteros de que sus plegarias contra las pintadas no los convierten en reaccionarios a la modernidad. La empresa se plantó en Arco con el lema «Esta obra ha costado 15 millones de euros y la hemos pagado entre todos» para explicar que limpiar los vagones que a diario inspiran a los dibujantes nos cuesta una auténtica burrada.
Cualquiera puede apoyar que escribir en la catedral «Yo no salí de tu costilla, tú saliste de mi coño» es de todo menos subversivo y que nada tiene que ver con los principios que inspiraron un movimiento que tiene en nómina a artistas tan rentables como Keith Haring. Pero en realidad un grafiti es sobre todo una expresión de identidad, un impulso para dejar constancia del yo. Y ahí es en donde a lo mejor deja de ser casual que en los tiempos de la identidad digital y borrosa cada vez más jóvenes necesiten empuñar un aerosol y escribir en un muro «Kilroy estuvo aquí».
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