Atanasio Schneider emerge estos días entre los católicos de orden como un rudo guardián de la fe. Obispo auxiliar de Astaná, en Kazajistán, el coronavirus le ha ofrecido el marco perfecto para ventilar su ultraortodoxia, dirigida estos días de Pandemia a organizar la desobediencia general de los curas a los que insta a abrir las iglesias y las misas y dejar de actuar «más como burócratas civiles que como pastores». Célebre por sus zurriagazos a Francisco, cree que esta Iglesia ha perdido su visión de lo sobrenatural cuando su «ley suprema debe ser la salvación de las almas», aunque esa misión contradiga la justicia de los hombres. Andaba Schneider con sus teimas doctrinales y lo sobrenatural, inesperado siempre, se manifestó con toda su inclemencia en forma de peste global. «Es probable que el coronavirus sea un castigo divino por la idolatría a la Pachamama en el Vaticano», proclamó hace unos días el prelado, persuadido de que fue el propio Papa el que convocó la furia celeste al organizar en octubre el Sínodo de la Amazonía y consagrarse, desafiante e insensato, a la diosa totémica de los incas, la Madre Tierra, Pachamama, Mama Pacha.
En su afán por darle una dimensión mayúscula a la divinidad, hay pastores que sacan lo peor de sus creadores. Era una pregunta recurrente desde la ingenuidad infantil: si dios es todo bondad y todo poder, por qué no evita que Carmucha se muera de leucemia a los 10 años. Aquel desasosiego tan inicial solía avanzar hacia una apelación al libre albedrío, pero esta es otra historia.
EN EL REINO QUE NO ES DE ESTE MUNDO
La cuestión es que la tesis de Schneider es tan vieja como la humanidad. Los dioses tienden a enfadarse con las personas y sembrar el mundo de correctivos que doblegan nuestra soberbia. Que haya daños colaterales y que paguen tantos justos por tan pocos pecadores supongo que es una cuestión de ajustar el dial y de saldar cuentas en el reino que no es de este mundo.
Los teólogos serios hace tiempo que bifurcaron los caminos entre la ciencia y la fe, aunque muchas vivamos incapacitadas para creer más allá de San Darwin. Pero la tentación de meter a dios en los laboratorios goza de una salud divina, como saben, sin ir más lejos, todos los niños educados en el creacionismo en ese territorio del primer mundo llamado Estados Unidos. El problema de estos días están siendo los balbuceos de la ciencia, inevitables ante un desafío mayúsculo y urgidos por el caos económico que se avecina, que determina un marco para investigar dominado por la prisa, cuando la ciencia es tiempo y procedimiento. Pero en esa ansiedad por que el conocimiento nos libre de esta, algo que solo sucederá desde la ciencia, a veces es inevitable sentir envidia de quienes pueden culpar a dios de lo que sucede en la Tierra. Eso eximiría a la humanidad de sus torpezas, de sus miserias, de su ignorancia y hasta de sus delitos.