Las chuletas de Rosario eran una verdadera obra de arte. O un prodigio de la ingeniería. En realidad, ambas cosas. Dedicaba a su elaboración muchas más horas de las que hubiera necesitado para estudiarse el tema tres de Historia contemporánea, pero algo en su disposición le impedía meterse en el libro de una manera clásica.
A cambio, desplegaba un arsenal de cirujano, con punzones de diversos calibres y una habilidad pluscuamperfecta para las miniaturas, y esculpía en las estrechas caras de su boli Bic los conceptos básicos del turnismo, y en unos diminutas trozos de papel, las claves del reinado de Isabel II. De haber sido yo su profesora, a Rosario la habría endilgado un buen sobresaliente. Sus chuletas eran una obra de arte y una muestra bellísima de su devoción por las asignaturas que oficialmente se negaba a estudiar. Nunca lo reconoció, porque en la rebeldía sustancial de todo copiador el peor pecado es admitir que le gusta la materia que fusila, pero sospecho que las horas que Rosario dedicaba a esculpir el metacrilato de su Bic o a encajar la lista de los reyes godos en sus primorosas nanocuartillas, eran la mejor garantía para un aprendizaje duradero que se nos escapaba a las que memorizábamos de una forma mucho más ortodoxa y en el fondo menos dedicada.
La de Rosario era en realidad una forma de andar por el mundo que después he sabido que comparte una especie particular de ser humano. Son personas que dedican energías y talentos abrumadores a incumplir las normas, outsiders que si dirigieran sus ingenios por los carriles del sistema que desprecian se convertirían en sus puñeteros amos. Hay ejemplos supremos, el más glamuroso el de Frank William Abagnale, encarnado por Leonardo DiCaprio en Atrápame si puedes. Abagnale dedicó su superlativa inteligencia a la falsificación de cheques, se hizo pasar por piloto de la Pan-am, por médico y abogado en un peloteo con la ley que finalmente lo condujo a la cárcel. Una peripecia desbordante y agotadora que finalmente recondujo convirtiéndose en asesor del Gobierno en la lucha contra el fraude y las falsificaciones.
Pensé en toda esa dedicación al conocer la historia del dentista italiano que intentó que lo vacunasen en un brazo de silicona. A veces saltarse la ley da mucho trabajo.