Existe una competición emocional en la que cada atleta se considera ganador antes siquiera de empezar la carrera. Acontece en el terreno viscoso de la memoria y está organizada en torno a olores y sabores que más que objetivamente exquisitos son los de cada una.
En esa competición, el elemento en disputa es un objeto cilíndrico irregular y tostado designado con uno de los nombres más simpáticos del diccionario de la RAE, un nombre en el que las letras se organizan para resultar sonoras, orondas y gustosas como una delicada bechamel. Se trata de la croqueta, con la que podríamos iniciar la primera página de un libro con el mismo genio con el que Nabokov arrancó su Lolita. Croqueta, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Cro-que-ta.
Algo mágico sucede en el proceso de convertir unas sobras del mediodía, un poco de harina, unos decilitros de leche y unos polvos de nuez moscada en uno de estos buñuelos rebozados en pan para que cada una de nosotras sepa, con una convicción que ojalá manifestáramos en todo lo demás, que las croquetas de tu madre eran las mejores del mundo. Y no hay discusión posible al respecto ni posibilidad de que nadie te convenza de lo contrario. Entre otras cosas, porque nunca más volverás a oler la harina tostada antes de que se mezclara con la leche; ni observar cómo tu madre le daba vueltas con una vieja cuchara de madera; ni comprobar cómo aquella mezcla se convertía de pronto en una pomada deliciosa y morna; ni te volverás a pelear con tu hermana por rebañar la sartén.
Pero es que la croqueta mantiene además una excelente tensión espacio-temporal, un hilo conductor digno de una película de Nolan que ha conseguido extenderse por las décadas desde las modestas cocinas de nuestra niñez hasta los laboratorios culinarios del presente. De croquetas hay hoy competiciones internacionales como la que el lunes librará el cocinero vigués Víctor Conus, que ha colado la suya de jamón entre las siete mejores del mundo y que pasado mañana podría ser elegido el Usain Bolt de las croquetas en Madrid Fusión.
Hay un ímpetu sembrado en aquellas cenas en las que devorabas tus mejores croquetas del mundo, como si vivir fuese viajar para encontrarlas otra vez, para volver a comer una croqueta como la de tu madre sabiendo que la misión está destinada a fracasar.