El milagro de Miguel Ángel: «Una mano me despertó y me salvó la vida en los Andes»

Virginia Madrid

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El creador del programa «Españoles por el mundo», Miguel Ángel Tobías, cuenta cómo estuvo a punto de morir congelado a cinco mil metros de altura: «Todavía hoy me pregunto cómo sobreviví a aquel infierno»

13 feb 2023 . Actualizado a las 09:20 h.

Lleva recorriendo el mundo desde hace catorce años, pegado a sus cámaras, para contarnos historias repletas de vida y superación. Y hoy, el protagonista es él mismo, ya que hace trece años estuvo al borde de la muerte tras perderse en la cordillera de los Andes, una experiencia que ha relatado en su libro Renacer en los Andes (Ediciones Luciérnaga) y que removió los cimientos sobre sus valores más profundos. «De señales, de esperanza, de controlar el miedo, de no rendirse y de ser consciente del sentido de la vida… va esta increíble historia», nos cuenta Miguel Ángel Tobías, (Baracaldo, 1968). Él es el director del primer y único documental realizado en Haití tras el devastador terremoto del 2010 y, además, es el creador de Españoles por el mundo. «La aventura de los Andes arrancó el 26 de agosto del 2003. Acompañado de dos amigos, Carlos y Willy, y un guía, viajamos hasta los Andes con el objetivo de escalar el Nevado Chachani, una cordillera andina, pero ni íbamos preparados, ni llevábamos la ropa adecuada ni estábamos aclimatados a esa extrema temperatura. Nunca debimos subir a esa montaña». Y a cinco mil metros de altura, los tres montañeros pararon la ascensión, por indicación del guía, para montar el campamento base: «En aquel momento, ya nos sentíamos fatal. Nos dolía muchísimo la cabeza, habíamos incluso vomitado y estábamos muy cansados por la falta de oxígeno. Pero lo peor de todo era el frío, estábamos congelados. Y a las siete de la tarde, cuando la temperatura bajó hasta los quince grados bajo cero, comencé a sufrir taquicardia. Pasaron treinta minutos y mi corazón seguía latiendo muy deprisa y cada vez me sentía más débil. Entonces, decidí abandonar el campamento base, aunque el guía me intentó retener, porque iba a una muerte segura, para descender lo más rápido posible y tener así más oxigeno».

Fue entonces, cuando Miguel Ángel, solo, apenas sin ver y aterido de frío comenzó el descenso de la montaña pensando que no superaría aquella noche: «A medida que fui caminando, mi corazón fue normalizando su ritmo, seguramente, porque debido al estrés y al miedo, mi cerebro envió la orden de segregar adrenalina y recibí un chute como si me la hubiesen pinchado directamente en el corazón. De forma que en cuanto encontré una zona más o menos llana, me tumbé en el suelo y me eché por encima la lona de una pequeña tienda de campaña que llevaba, pero que fui incapaz de montar, pues no contaba con las herramientas adecuadas, para protegerme del frío lo mejor que pude e intentar sobrevivir». Y cayó la noche. Por delante, una interminable madrugada, con un frío gélido y aterrador y con mucho, mucho miedo, porque Miguel Ángel estaba convencido de que iba a morir en aquella ladera infernal de la cordillera de los Andes. «Los segundos no avanzaban y el dolor por el frío era cada vez más insoportable. Es una sensación que si no la has vivido, no sabes a lo que te enfrentas. El entumecimiento del cuerpo era terrible y los pensamientos comenzaron a hacer de las suyas, alterándome y provocándome cada vez más angustia y pánico», relata.

«UNA LUCHA CONMIGO»

Miguel Ángel tenía siete horas por delante hasta que comenzara a amanecer y el sol empezara a calentar: «Solo deseaba que pasara el tiempo, pero el tiempo no pasaba y el sufrimiento que me provocaba el frío iba multiplicándose por momentos. La lucha no era contra el frío, sino conmigo mismo, porque la mente me pedía que me durmiera y acabase con ese sufrimiento. A lo largo de aquella noche de pesadilla, hubo bastantes momentos en que pensé: ‘Miguel Ángel, duérmete y acaba con este sufrimiento ya. Déjate llevar y que se acabe por fin esta tortura’». Y de repente sucedió lo inexplicable: «Sentí que una mano me tocaba la cara. No grité, ni me asusté, ni abrí los ojos. Entendí el mensaje y de dónde venía. Era como si me dijeran: ‘No podemos evitar que estés aquí, pero no estás solo’. Me di cuenta de que me había quedado dormido y de que esa mano me había despertado. Dios, mi ángel de la guarda, la energía universal, los Apus (espíritus andinos de la montaña) me habían salvado la vida. Pasado un tiempo, volví a sentir que la mano me tocaba la cara de nuevo; comprendí que me había vuelto a quedar dormido y me habían traído de vuelta. Comprendí que aquella noche, esa mano me despertó dos veces y me salvó la vida en los Andes», cuenta emocionado.

Con el amanecer, Miguel Ángel se sintió feliz, porque la luz significaba calor, era el momento de escapar de aquella terrible montaña: «La alegría me duró muy poco, recuerda. Me di cuenta de que estaba perdido en mitad de los Andes, rodeado de altas cumbres y solo, completamente solo. Me sentía tan vulnerable, tan frágil, tan pequeño ante aquel inmenso horizonte de montañas que enseguida vi claro que iba a morir, porque no sería capaz de sobrevivir otra noche». En ese momento, de pie, en absoluta soledad y sintiendo el vacío y el miedo ante la muerte, Miguel Ángel realizó una petición: «Con los ojos cerrados, y desde lo más profundo de mi ser, pronuncié sin hablar: ‘¡Dios mío, ayúdame! ¡Ayúdame, por favor!’. Noté una presión en el corazón y continué diciendo interiormente: ‘¡Por favor, ayúdame a tomar la decisión correcta!’ Y el primer pensamiento que tuve, fue: ‘Camina en línea recta’». Y así, paso a paso, el productor y documentalista vasco estuvo caminando sin parar desde las cinco y media de la mañana hasta casi las seis de la tarde hasta que llegó a un viejo almacén próximo a una carretera. «Fueron doce horas interminables de travesía durante las que llegué a pensar de todo. Pero estoy convencido de que lo que me impulsó a seguir adelante y me mantuvo en pie fue imaginarme a mis amigos llamando a mi casa para decirle a mi madre que había muerto en la montaña. Hubo un momento en que llegué, incluso a despedirme mentalmente de mi familia y mis amigos, y les pedí perdón por el daño que les iba a causar mi pérdida sin poder evitarlo», recuerda con emoción.

 «ROMPÍ A LLORAR»

Tras permanecer un rato solo en el almacén, descansando y aún en estado de shock, llegó un camión y tras preguntar al conductor si iba en dirección a Arequipa, Miguel Ángel se subió y emprendió el viaje a la ciudad. «Ya en el camión, rompí a llorar de alegría, de felicidad y por toda la tensión y el miedo acumulado. Al llegar al hotel, me di una ducha de agua caliente muy larga. Necesitaba sentir calor después del frío mortal que había sufrido la noche anterior y después me metí en la cama, para sentirme protegido y a salvo. Horas después, me reencontré con mis amigos y al día siguiente emprendimos el viaje de regreso a España».

«He tardado más de diez años en escribir este libro, porque hablar de milagro o de experiencia mística o espiritual (cada uno que le ponga el nombre que considere), me resultaba muy complicado. Lo cierto, es que al final, me decidí a contar lo que viví en aquella montaña para ayudar a todas las personas que hayan pasado o estén sufriendo un período de oscuridad, para que les dé un poco de luz y esperanza», confiesa. ¿Con qué te quedas de lo vivido en aquella gélida montaña andina?: «Aprendí a darle más valor a la vida, porque es un regalo maravilloso y me enseñó también que nunca hay que rendirse ni perder la esperanza», concluye.