
A pesar de que todo parece indicar que fue una devoción platónica y no consumada, los archivos epistolares demuestran que la consorte del último virrey de La India y el primer ministro del país estuvieron enamorados
13 dic 2023 . Actualizado a las 05:00 h.Lord Louis y Lady Edwina Mountbatten, al menos así lo afirman los cronistas bienintencionados, se querían y se respetaban. En apariencia, eran una pareja con toda la pompa y el empaque que le son no ya propios sino casi obligatorios a los altos aristócratas británicos. Pero, como sucede tan a menudo con la historia y los que la hicieron, las cosas fueron mucho más complejas de lo que parece.
Una trayectoria innegablemente extraordinaria fue la de Alberto Víctor Nicolás Louis Francis Mountbatten —aunque aún más extraordinario sería que alguien se aprendiera su nombre completo de memoria—. Marino destacado —Almirante de la Real Flota, ni más ni menos—. Héroe de la Segunda Guerra Mundial. Muy cercano asesor de la corona. Y, sobre todo, último virrey de la India. En el convulso morir de la mitad primera del siglo XX, con un imperio otrora brillante haciéndose jirones, llegó este caballero inglés a tierra de marajás y cultos ancestrales. Su misión era doble. Por un lado, supervisar el rápido tránsito hacia la independencia del subcontinente. Por el otro, garantizar una salida honrosa para los descendientes de la reina Victoria.
Aunque los libros usen la negrita solo para subrayar el nombre de Louis, no fue él el único emisor monárquico que moldeó el destino de aquel rincón del mundo. Al lado tuvo siempre a su consorte, que era, en realidad, mucho más que una condensa por circunstancias conyugales. Fue también una de sus más cercanas consejeras. El oído de Dickie siempre prestaba atención a las astutas apreciaciones Edwina. Un tándem político que, esto lo dicen también los biempensantes, hizo todo lo que pudo para evitar que ríos de sangre inundaran las calles de una nación nueva que estaba teniendo un parto problemático.

Pero, el que quiera conocer al detalle el turbulento proceso de independencia de la India y Pakistán, mejor que coja un libro de historia. Porque este es un relato de amor furtivo. Uno que siempre fue de tácito dominio público en las islas, pero que se confirmó finalmente con la apertura del archivo de la correspondencia del matrimonio. Resulta que Edwina, la aguerrida e inteligente Edwina, tuvo una larguísima lista de amantes —no es una hipérbole. La lista es verdaderamente muy, muy larga—. Igualmente probado parece el hecho de que el marido era conocedor de estas múltiples canas echadas al aire. Que no era esta, vamos, una unión convencional. Un aura espesa de liberalidad rodea la biografía secreta de los Mountbatten, tema que ha atraído tanto a plumas serias como a inventores de chismes.
No obstante, el más grande affaire extramarital de la condesa fue uno que, todo parece indicar, nunca se consumó. Un romance platónico pero apasionado. De enamoramiento tan verdadero como imposible. De fascinación mutua entre dos individuos que sabían ver en el otro una mina de cualidades únicas. El que ya se lo sepa, que calle y no haga spoiler. El que no, que se agarre bien a la butaca, porque el chisme vintage es fortísimo. La persona con la que Edwina compartió suspiros de encandilamiento no fue otra que Jawaharlal Nehru, el (por fuerza tiene que ir aquí una repetición) primer Primer Ministro de la India.
Quizás en otra vida, en otro lugar...
Los condes apenas pasaron un año y medio en la antigua provincia imperial, pero los sentimientos de ternura que abrazaron a aquella aristócrata libre y a aquel idealista descolonizador se mantuvieron incólumes a través de los lustros. Incólumes pese al agitar del viento, el ruido de la historia desenvolviéndose y el desfile de una multitud de posteriores amantes. El propio Louis, en un alarde de sensibilidad, dejó por escrito que no podía sino sentir inmensa ternura cuando veía juntos a Nehru y a su esposa, bromeando como viejos camaradas y mirándose con pareja admiración.
Las estaciones se sucedieron. Medio globo separaba a estos amantes de pensamiento, que habían pasado a ser un grato recuerdo de otro tiempo. Un fino hilo seguía uniéndolos, sin embargo. Porque nunca, nunca dejaron de escribirse. Como si intentaran compensar, con melosas líneas, los besos y los abrazos que jamás se dieron. El final de esta historia es, en realidad, el final de la vida. Salvo excepciones rocambolescas como la de aquellos de Teruel (tonta ella y tonto él), lo normal es que, cuando dos personas se enamoran a perpetuidad, uno se muera y y el otro se quede, aunque seguramente con un poco de ganas de morir también.
Y así sucedió. Ella se fue. No de la memoria de Nehru sino del mundo. Un derrame cerebral la sumió en la tiniebla el 21 de febrero de 1960. Pero, antes de marchar, había dejado por escrito su deseo de no ser enterrada sino arrojada al mar, demostrando, una vez más, que de nada fue solo consorte. Ni del condado ni de la marinería. A la ceremonia acudieron dos navíos de la armada india, que cruzaron la mitad del mundo enviados por un viejo amigo de la difunta que, quizás, en otra vida, quizás, en otro lugar y, quizás, en otro tiempo, podría haber sido algo más.