Además de uno de los mejores actores de todos los tiempos, el protagonista de «Lawrence de Arabia» fue un fiestero de campeonato, con una interminable lista de anécdotas delirantes y tronchantes empapadas en alcohol y desenfreno
19 dic 2024 . Actualizado a las 19:40 h.Hace unas cuantas décadas, cuando los Beatles no habían empezado aún a hacer sus cuquerías, Inglaterra no había ganado aún su primer y único mundial de fútbol y los directores de cine que lo petaban eran tipos como John Ford u Otto Preminger —es decir, señores que mataban con la mirada por el solo placer de saberse los más duros de la sala—, un jovenzuelo de Leeds trataba de encontrar su hueco en el mundo. Su mayor talento era el de engañar. El de hacerse pasar por otros. Era, en definitiva, un actor nato. Ya desde una edad muy corta, hizo evidente que sus dones eran de una naturaleza extraordinaria. Mucho más refinados que los de sus compañeros de clase. Lo que un cualquiera no conseguía hacer ni reconcentrándose hasta el infarto, lo hacía este chiquillo como quien sale de plácido paseo. Muy pocos pueden esto decir: a Peter O'Toole le dio Dios una misión en la vida. «Sé mil hombres, y a la vez sé uno solo», le dijo.
Tenía este joven ídolos como Trevor Howard o Alec Guinness. Interpretadores y vividores hasta la última célula de su muy británico tuétano. Cuando un chiquillo tiene un héroe, y esto no hay forma mundana de evitarlo, lo intenta emular en todas las facetas del vivir. Y en todas lo consiguió Peter. En lo actoral y en lo espirituoso. Bañeras y piscinas y seguramente hasta algún lago chiquitito podrían llenarse con los litros de alcohol que bebió en su juventud. Y esto no es difamación, porque a gala llevaba él mismo sus andanzas de fiestero. Sin pudor alguno relataba en las entrevistas que había años enteros de su vida de los que apenas tenía borrosos recuerdos. Es verdad que los veinte están para vivirlos, pero es que él los vivió tanto que se le borraron del seso. Arrastraba al desenfreno a cualquiera que estuviera alrededor. Durante el rodaje de Cómo atrapar un millón, se llevó a la inocente y dulce Audrey Hepburn de fiesta. Acabó esta tan entrada en cocción que estrelló su coche. Y esta anécdota es de las suaves.
Más divertida aún, y sin duda la más famosa, es la de aquella noche delirante que tuvo con su amigo y colega de profesión Peter Finch -conocido, entre otras cosas, por interpretar al mítico Howard Beale de Network. El sudoroso presentador de noticias con tendencias suicidas que le gritaba a la cámara que estaba más que harto, y que no pensaba seguir soportándolo-. Estaban ambos cómodamente acodados en la barra de un típico pub, con sus tonos marrones y sus pintas de cerveza tiradas con precisión cirujana. Por dibujar la escena con algo de edulcoramiento, estaban los dos, además de acodados, un poco bebidillos. Esto ya es puro recurso dramático, pero me parece que es muy pero que muy razonable asumir que no veían ni doble ni triple ni cuádruple. Quizás quíntuple ya se va acercando más, pero aún así parece insuficiente para describir lo que sucedió. Lean y entenderán que no son estas líneas de exageración. Ni mucho menos. La escena, en fin, sitúa a nuestros chicos, a nuestros héroes, a nuestros glamurosos protagonistas, luchando por no caerse de un taburete de madera en un bar como cualquier otro.
Un golpe de suerte
Estaban tan profundamente instalados en el país de los licores, donde el más borracho es el rey, que fue el propio dueño del establecimiento el que se les acercó y les vino a decir que ya estaba bien. Que se fueran a casa a dormir. Que no siguieran levantando vaso porque iban a acabar tirados en el suelo. Pero un guerrero nunca huye de una buena batalla. Ni Peter ni Peter aceptaron aquella canalla cerradura de grifo. ¡Pero si la noche acababa de empezar!
No vamos a tomarnos una más, le dijeron al tabernero. Vamos a tomarnos muchísimas más. Pero seguía el tipo encerrado en su seca villanía. Respondiendo que no y que no, seguramente por ser de sobras conocedor de las consecuencias de darle un trago final a alguien que ya va en disposición de cantarle serenata a las farolas. Total, que la discusión llegó a un punto muerto. Estos querían beber y aquel no soltaba botella. Fue entonces cuando se plantaron los actores, en uno de los mayores arranques de dignidad idiota que ha conocido la historia de la especie. ¿No nos quieres vender copas? Vale, pues véndenos el bar. Que no es trolería, eh. ¡Que compraron el bar para poder seguir bebiendo, los tipos! Bueno, el que no haya hecho alguna tontería de juventud que lance el primer pedrusco.
Esta idea, que mientras montaban una gigantesca ola de whisky o lo que quiera que bebieran aquella noche parecía no solo lúcida sino hasta brillante, perdió, vaya usted a saber por qué, todo su lustre a la mañana siguiente. Cuando despertaron Peter y Peter con la boca seca, dolor de cabeza, y un boquete en la cuenta corriente del tamaño del casco histórico de Guadalajara. Corrieron entonces, raudos como gamos -porque nada hace correr más rápido que el asunto pecuniario- a suplicarle y a rogarle y si era preciso hasta a llorarle un poco a ese señor que solo hace unas horas negaba malvadamente refrigerios. Tuvieron Pedro y Pedro la buena fortuna de que era aquel un tipo honrado. Después de echarse, se asume, un par de buenísimas carcajadas, les devolvió a aquellos muchachos sobriamente arrepentidos el abultado cheque que habían firmado. La cuestión, no obstante, es que la técnica funcionó. Recuperaron sus oros y, además, pudieron seguir bebiendo hasta la voltereta. Precisión alemana. Un plan perfecto, incluso. Sin embargo, y esto ya es solo una opinión personal, no recomendaría al lector intentarlo por ahí. Porque, es esto sabido, no resulta agradable lo de salir con idea de tomarse un par de cócteles y amanecer al día siguiente habiendo comprado Pachá.
Ambos Peteres acabaron tejiendo amistad con el barista. Qué menos, después de la devolución más generosa de todos los tiempos. Cuando, bastantes años después, el hostelero murió, los actores decidieron acudir al entierro para presentarle el respeto final al hombre que podría haberse quedado con los emolumentos pero no lo hizo. Enlutados fueron al cementerio y se arrodillaron en un tierno adiós con el recuerdo de una noche lejana en la que fueron jóvenes e idiotas e inmortales por un rato. El único problema -menor, sin duda- era que se habían confundido de lápida, así que la genuflexión estaba yendo a un señor desconocido. Artistas como O’Toole ya se hacen muy pocos. Ni yo ni usted seríamos capaces, admítalo, de mantenernos erguidos y guapos y señoriales sobre un camello con una botella de ginebra en el cuerpo (Peter, no el camello, se entiende). Pero estaba aquel hecho de otra pasta. Era, en fin, un hombre con una misión divina.