Todos miopes excepto Ángela

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MIGUEL VILLAR

06 jul 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Ángela López Palomanes tiene 101 años, lee todos los días y no necesita gafas. Contó su historia hace unos días María Doallo y de toda la peripecia vital de esta mujer de Niñodaguia y de su admirable y salutífera rutina lo más extraordinario es que sus ojos sigan firmes para descifrar las líneas de un texto sin lentes de auxilio. Ángela llegó al mundo en 1923 pero el siglo y poco que ha transcurrido desde entonces es en realidad un infinito porque por el medio se coló la revolución de las pantallas que todo lo ha puesto patas arriba. De hecho, Ángeles y sus coetáneos puede que sean los últimos seres humanos que lleguen a esa edad con los ojos en forma, porque la previsión para los nativos digitales es que casi todos ellos acaben miopes perdidos afectados por una metafórica pandemia en la que todo se verá borroso.

La patología recuerda un poco a otra que sufren las personas que pasan mucho tiempo en la cárcel y desarrollan ceguera de prisión, una afección que se dispara por la reclusión y la ausencia de horizontes, imprescindibles para calibrar el tamaño aproximado del mundo. Sin el aire exterior ni el perfil de las montañas, todo se vuelve chiquito y los ojos mandan recados inadecuados para su biología. Las cosas pasan demasiado rápido para que nos dé tiempo a adaptarnos y el resultado inmediato será un mundo de gafotas con escoliosis y chepa. Precioso, vamos.

Pero Ángela López Palomanes tiene 101 años y lee todos los días sin gafas. Así que se ha librado de esa sensación de fragilidad que te asalta en torno a los 40 cuando tus ojos de lince de repente necesitan una puñetera prótesis para seguir distinguiendo las aristas de la vida. Los primeros escozores los combates con una resistencia que inspira ternura, como si esa rebeldía frente a la vejez sirviese de mucho. Así que te pasas unos meses estirando los brazos como si te fueran a fichar en el Circo de los Muchachos del padre Silva y achicando los ojos como si pretendieras pasar por una tokiota de toda la vida. Enseguida la presbicia impone su ley, sucumbes a la evidencia de que la decadencia ha comenzado y empiezas a visitar el expositor de la farmacia en el que reposan las gafas de ver y que hasta hace nada era un objeto invisible para tus ojos formidables. Al fin comprendes que estás en el equipo del nuevo mundo. Y que la ceguera es el signo de los tiempos.