Habían despreciado hacía años la vieja lareira de piedra, aquellos hogares que lo mismo calentaban que cocinaban y en los que colgaba siempre un puchero que acometía cocciones largas a baja temperatura siglos antes de que los modernos inventaran los Roner. La lareira era una cocina de butano siempre encendida en la bodega de la vivienda, una estructura de ladrillo levantada sobre la vieja de piedra, arrasada hacía años en busca de un confort más fácil de conseguir y con la máquina del autodesprecio a toda mecha. Sobre aquellos hornillos metálicos, humeaba cada día una pota grande con el caldo siempre a punto, una combinación deliciosa y perfecta de patatas, grelos o repollo y unto, un potaje que a base de horas y el calor preciso se iba convirtiendo en un brebaje capaz de devolverle la vida a un muerto. Para el abuelo de la casa, que se adaptaba como podía a las modernidades de los hijos, resultaba innegociable una taza de caldo al atardecer, como hacía desde que tenía uso de razón y como se disponía a hacer hasta su último suspiro, cuando ni siquiera el caldo fuese ya capaz de mantenerlo entre los vivos.
El caldo. Ese era el alimento que atravesaba los años en esta vivienda de O Ribeiro que podía ser muchas otras de Galicia, casas en las que un abuelo mantiene la costumbre de tomarse su caldito cada día. Hace unos días, una cocinera de hospital, convencida de que la salud también se recupera por la boca, ponía el caldo en el número uno de los alimentos preferidos de los pacientes. Pasa con algunas recetas, que reviven, reconfortan y reaniman, que no te rescatarán de una enfermedad mortal, pero que te ofrecen momentos de placer irrepetibles, y como el tiempo es tan elástico como relativo, esos minutos pueden ser eternos. Volverán los caldos a las cocinas de casa.