José Luis Garci recibirá próximamente la Medalla de Oro en los Premios Forqué. Fue el primer director español en ganar un Óscar, y en su filmografía destacan algunas películas en las que se deja ver la ternura de ese niño enamorado de la gran pantalla
28 nov 2024 . Actualizado a las 13:05 h.Era el año 1983 y Luise Rainer, que era ya entonces una actriz de otro tiempo, se disponía a anunciar la ganadora del Óscar a Mejor Película Extranjera. Con un poco de dificultad germánica, gritó: «Vooolver a empesaaaar». Entonces salió de entre las butacas un hombre barbudo vestido a la manera del Rick de Casablanca. Chaqueta blanca, pantalones y pajarita negros. Con un poco de susto en la cara recibió aquel señor de Madrid la estatuilla dorada enfrente de un centenar de leyendas vivas de Hollywood. Con pronunciación inconfundiblemente madrileña, comenzó el premiado su breve discurso de aceptación diciendo en el inglés de sus anfitriones: «All my life, since I was a kid, I have dreamed of this moment». A un lado del escenario, también impoluto y de etiqueta, se erguía un hombre corpulento, cano, bonachón. Tan bien plantado en el suelo que parecía decir: «No me moverán».
Habrán adivinado, y si no lo han hecho, ya se lo aclaro yo, que el Rick de acento madrileño es José Luis Garci. Y que el acompañante es Antonio Ferrandis. El mismísimo Chanquete (aunque era muchísimo más que eso) en los Óscar. Una proeza patria a la altura del «Peeeeeeeedro» de Penélope. Mucho menos recordada, eso sí. No es siempre justa la memoria colectiva. Porque detrás de Garci siempre hubo una jauría que, encendida por motivos que poco tienen que ver con el cine, esperó paciente el resbalón. La grieta. La hendidura que permitiera despedazar sin compasión la obra al completo. No es rara la opinión de que aquel Óscar fue una metedura de pata de la Academia. De que Volver a empezar ha envejecido como envejece un yogur olvidado al fondo de la nevera. Pero ¿cómo van a marchitarse las cosas que son universales? El canon de Pachelbel acariciando Gijón mientras un hombre que se muere recuerda con agua en los ojos los momentos de felicidad vividos diez o veinte vidas atrás. No. La respuesta es que algunos a Garci le tienen manía. Como coge manía un profesor al niño que no se está quieto. Sí, sí. Es eso. El problema es que Garci es un niño que no se está quieto.
Creció entre proyectores y libros. De ahí salieron los vaqueros y los indios, los detectives y las femme fatale, los tipos duros y los villanos desquiciados que le acampan en el seso desde la infancia tierna. Sus películas parecen una continua persecución de escuelas muertas. De las formas de ayer o, incluso, de antes de ayer. Cuando, en You’re the One, Garci retrata a una Lydia Boch en blanco y negro, pero con el inconfundible brillo de los mechones de platino, parece estar secretamente invocando el espíritu y las poses escultóricas de Barbara Stanwyck. Cuando Alfredo Landa frunce el ceño y saca su revólver a pasear por las calles de Madrid en El crack, se notan los influjos lejanos de aquellos hombres de piedra de la niñez. De Humphrey Bogart o de Alan Ladd (este segundo, por físico, se solapaba un poco más con Landa).
Ojo cinematográfico
Los chiquillos que se obsesionan con el cine desde edad temprana suelen tener una cosa en común: no discriminan. Al menos en los compases iniciales de su fiebre. Ven, con los ojos de plato y una boca que es aeropuerto de moscas, cuanto se les planta delante. Desde los disparos silbantes de las de John Ford hasta las miradas enamoradas de las de Leo McCarey. Y todo lo de en medio (o sea, todo). De esta amalgama nace el particularísimo y nostálgico ojo cinematográfico de José Luis Garci. Un hombre que, si no fuera porque dice «Bili Bailder» podría pasar por cineasta californiano de los cuarenta o los cincuenta.
A veces se le olvida al personal que, directores que tengan más de cinco películas verdaderamente buenas, hay muy pocos. Y Garci es uno. Así que un respeto. Nadie ha representado como él el costumbrismo diminutamente lírico de la clase media de su generación. Le bastó con una cámara y un José Sacristán para sacarse de la manga Solos en la madrugada. Un manifiesto de las pequeñeces individuales que son, sin embargo, la vida entera para uno cuando le tocan directamente. Con un micrófono frente a los labios y el humo flotante de un cigarro que se consume entre las manos o al filo de un cenicero rebosante, aquel Sacristán pinceló con palabras y gestos una España que salía entre tropiezos novatos a la libertad. Cuando se descubrió de repente que medio país era socialista y nadie se había enterado. Y llegaron, ya sin tijeretazos ni persecuciones, todas las influencias y las bellezas de fuera —también las mezquindades, claro—.
Nadie le sacó partido mayor a los ojillos tristes y socarrones de Alfredo Landa. Un actor como hecho de pan al que entendía y moldeaba tan, tan bien José Luis, que era incluso capaz de convertirlo en un tipo duro. En un héroe detectivesco de cine negro. Todo sin hacerle perder la ternura de fondo en sus pupilas. Sin desteñir la bondad latente y el sentimiento hondo. Pero más allá de sus crack, en la esquina opuesta del cuadrilátero, están las praderas verdes y las canciones de cuna. Piezas delicadas y frágiles que palpan a tientas la emoción verdadera. A ver si es que va a ser para algunos un pecado imperdonable lo de atreverse a hacer películas que no son feas. Tristes quizás. Pero nunca feas.
Algo que es indudablemente transparente en el cine de José Luis Garci son las filias y las obsesiones propias. Se dejan entrever a través de los contornos de sus personajes y las situaciones a las que se enfrentan. La sublimación más clara, más evidente de esta continuada reflexión introspectiva es, probablemente, Sesión continua. Jesús Puente y Adolfo Marsillach, convertidos en dos hombres de cine cuya vida personal se desmorona. Se les resbala entre los dedos. Y en esos instantes amargos de pasiones truncadas y de sentimientos enquistados, encuentran una vez más el refugio final, su High Sierra, en las películas. En la pantalla siempre dispuesta y siempre encendida. «Ese ha sido nuestro error. Amar el cine y no la vida», dice Marsillach. Era verdad. Los hay que entre las miserias terrenas se lanzan a los brazos abiertos y consoladores de la mentira piadosa. De los mundos alternativos lejanísimos y extraordinarios.
Es imposible no sentir, aunque sea un poco, ternura por el Garci que desde dentro de la televisión, hirviendo en las chispas de su propio entusiasmo, volvía por un momento a ser un niño que se enfrenta por vez primera a Gunga Din a Solo ante el peligro o a Río Bravo. Retirado de la regiduría desde hace ya tiempo, demostró, sin embargo, en el 2019 que su jubilación no es por pérdida de pulso sino porque, sencillamente, le da la gana. Hizo El crack cero e inmediatamente se volvió a marchar. Firmaría cualquier artista una despedida así.