
Dice que esa fortaleza que se le presume no ha sido gratuita, sino que es el resultado de haber sabido sacar partido a todos los obstáculos que le ha puesto la vida. Además de ser madre de un niño con discapacidad, se ha llenado de valor para narrar una infancia en la que hubo maltrato
21 mar 2025 . Actualizado a las 18:24 h.Fabiola Martínez (Maracaibo, 1972) está en el camino de encontrar la felicidad. Pero para esta mujer a la que le tocó ser adulta antes de tiempo, que recibió azotes, a la que le rompieron platos en la cabeza, y a la que le levantaron la mano cuando se llenó de valor para confesar que su tío llevaba diez años abusando sexualmente de ella, de los 5 a los 15 años, la felicidad no es «un día precioso en un paisaje estupendo con una persona maravillosa con la que te ríes», sino «sentirte bien contigo». «Cuando te quieres y te aceptas llega esa paz, que para mí es la felicidad, y que ahora disfruto a ratos», explica Fabiola Martínez, que hoy está en A Coruña participando en el congreso Lo que de verdad importa, que organiza La Fundación María José Jove, y donde compartió su historia vital, que también recoge en Cuando el silencio no es una opción, el libro que acaba de publicar. «Creo que darle un propósito a todo esto me está ayudando a sentirme fuerte, empoderada», confiesa esta venezolana que se ha convertido en un referente en visibilizar la discapacidad a través de la Fundación Kike Osborne, su hijo mayor.
—Una persona resiliente, muy valiente y solidaria, ¿te ha hecho así la vida?
—Sí, la vida me ha ido dando esas oportunidades, por llamarlo de alguna manera. Creo que los retos que nos plantea la vida son los que hacen que seas luego lo que quieras ser. Puedes tomar la decisión de quedarte en el victimismo y pensar por qué me ha pasado a mí, , por qué la vida me va mal, pero también: «¿Qué puedo hacer para superar esto?». Se trata de aprender, de crecer, de evolucionar a través del dolor, desgraciadamente es una herramienta muy importante, y a veces necesaria, porque de la alegría no sacamos aprendizaje. Lo disfrutamos, pero se nos olvida.
—¿Los obstáculos que te ha ido poniendo la vida te han dado más de lo que te han quitado?
—Sí, o sea, no es que me hayan dado, porque yo quiero empoderar a la persona, los problemas vienen de fuera, pero luego cómo tú los gestionas depende solo de ti. Me ha dado la oportunidad, pero si yo no la hubiese aprovechado, no estaría contándolo como algo que me ha sumado, sino que me ha restado. Entonces no me lo ha dado. Con esa oportunidad yo he hecho lo que se ve en los resultados, una persona que se enfrenta a los problemas, que no huye, que es responsable de sí misma y de hacia dónde quiere ir, de quererse y de valorarse. Todo eso es un proceso.
—Dices en el libro, «nunca me permití derrumbarme», esa sensación de no poder caer tiene que ser terrible.
—Sí, yo crecí con un sistema de supervivencia que era correr y correr y correr, siempre hacia adelante, no había otra alternativa. Lo interiorizas tanto que se convierte en tu forma de vivir. Para protegerme de mis propios pensamientos dolorosos, me anulé. Me convertí en una persona fría a la que le costaba llorar, que no mostraba mucho sus emociones, que podía con todo. Si venía alguien que me quería ayudar o se quería acercar a mí, intentaba hacerme la dura y hacía como que no necesitaba. Porque en el fondo, ahora, me he dado cuenta de que era una manera de protegerme, para no sentirme vulnerable. Eso en la adolescencia y en la juventud puede ser una herramienta de supervivencia, aunque con la madurez aprendes que no es la salida. La salida es dejarte ayudar, bajar el escudo, confiar, pero el aprendizaje tiene su proceso.
—Narras una infancia terrible: los abusos sexuales de tu tío, las agresiones de tus padres... Llegas a decir: «Por favor, no me des en las piernas». Nada que tenga que vivir un niño.
—No sé si es un tema cultural, pero yo crecí pensando que lo normal era pegar, cuando hacías algo malo, cuando alguien te quería castigar. Normalicé eso, hasta el punto de decir «en las piernas no», porque a lo mejor tenía Educación Física al día siguiente y me daba vergüenza que me vieran los moratones. He tenido mucho cuidado contando la historia sin señalar a nadie, porque realmente yo creo que como padres nos podemos equivocar, pero queremos como nos han querido. Aprendemos lo que hemos vivido y lo replicamos. Yo he tenido la suerte de poder tomar conciencia de que eso no era lo que yo quería para mis hijos. Y modifiqué ese patrón, pero lo tenía muy integrado y creo que la mayoría de las personas que sufren maltrato físico sienten que esa es la forma de vivir. Porque es mejor pensar que eso es normal a luchar contra algo de lo que a lo mejor no te puedes defender.
—Me sorprende porque veo hasta cierta comprensión.
—Es que entender te da paz. Yo no lo justifico en absoluto, y de hecho, si hablo con mi madre sobre esto, me dice: «Yo lo que quería era que tú fueras una mujer fuerte, independiente...», «y lo conseguiste y yo te lo agradezco, pero un poquito de amor no hubiese estado mal». Pero ella tampoco lo vivió, mi abuela era muy dura.
—¿En esos años te salvan tus primos?
—Yo soy la mayor, y allí era tonto el último. Teníamos esa parte de hacer piña entre nosotros y de comportarnos como niños, jugando y trasteando, pero muy salvajes, descalzos, el que llegaba primero era el que comía... Sí, tengo esos recursos de mi infancia que me aportaban una normalidad de lo que es ser niño o niña.
—¿Por qué decides contar que tu tío abusó sexualmente de ti 40 años después?
—Me lo preguntan mucho, y siempre pensaba la misma respuesta, y es que todo el mundo tiene su proceso de aprendizaje. Pero también he recibido muchos mensajes de mujeres que me cuentan que lo vivieron y que nunca se han atrevido a contar o que se están atreviendo ahora, que tienen 50, 60, 70 años. Y entonces he dicho: «Qué curioso que se haga ya de mayor, cuando ya prácticamente tienes la vida más o menos hecha». He encontrado un estudio que habla de esto. Parece ser que es bastante habitual, porque cuando tú sufres abusos, te disocias de esa situación. De hecho, en algunos casos no recuerdas los detalles, recuerdas las sensaciones, pero yo, por ejemplo, no veo su cara. En ninguna de mis sesiones con la psiquiatra, que hemos hecho bastantes ejercicios para reproducir algunos momentos y entenderlos, he conseguido verlo. Hasta que no tienes una madurez y una conciencia, no te das cuenta de cómo te ha ido marcando a lo largo de tu vida.
—¿Has llegado a ese punto?
—Hay un momento en el que dices: «Oye, igual a mí me está pasando algo, ¿no? ¿Por qué estoy así? ¿Por qué me siento así?» Y cuando rascas, te das cuenta de que esto viene de aquello que enterraste, que olvidaste y que pensabas que si no lo contabas, iba a desaparecer. Pero no desaparece. Cuando ya he empezado con todo este proceso y me lo vais preguntando una y otra vez, he pensado: quizás quien me lo pregunta necesita saber cuál es ese detonante, porque a lo mejor quiere conocer esa herramienta. En cualquiera de los dos casos, mi objetivo es que mi experiencia pueda ayudar a alguien. ¿Por qué ahora? Pues no lo sé. Cuando me he sentido preparada.
—Cuando llegas a España, ¿empiezas a ser feliz?
—Durante mucho tiempo puse el foco en trabajar, en ayudar a mi familia. Yo llegué aquí, y de alguna manera como que me desprendí de todo lo que dejaba atrás. Tuve momentos de felicidad profesional, de satisfacción por todo lo que había conseguido viniendo de donde venía.No diría feliz, pero sí que me he sentido muy orgullosa del recorrido profesional que he hecho. Y de verme, ver la vida que he ido creando con mi esfuerzo y mi trabajo. Ahora, feliz, feliz, a ratitos.
—Dices que hasta que te separaste no fuiste realmente quien eres. ¿Te estamos conociendo ahora?
—Cuando tú conoces solo una parte de la historia, el resto la rellenas con lo que crees. Por eso siempre que me decían qué fuerte eres y tal, yo pensaba: «Uf, si supieran de dónde viene todo». Separarme me permitió darme cuenta de que tenía que coger otra vez las riendas de mi vida y que efectivamente durante muchos años intenté, que nadie me lo pidió, pero yo pensé que era lo que tenía que hacer, ser de otra forma. Y adaptarme a una vida que no era la que yo había construido, ni la que yo quería.
—Un sacrificio.
—Pero pensé: «Bueno, tiene muchas otras cosas que me llenan», tenía familia, estabilidad emocional... y lo necesitaba. No me sentía del todo yo en esa vida, pero cumplió su misión, que era bajar el escudo, empezar a confiar, relajarme en ese aspecto. Separarme me enfrentó otra vez al camino que faltaba por recorrer y el replantearme cómo tomar las riendas también me llevó a pensar: «¿Por qué no funcionan mis relaciones? ¿Por qué?». Muchos porqués en mi cabeza. Mi relación con mi familia, con mi madre, que siempre ha sido un poquito delicada. Llegó la propuesta del libro e hizo que mirara para atrás otra vez y volviera a caer en la idea de «no puedo contar la historia de cómo soy la madre de Kike, cómo me convierto en la persona que soy ahora, sin hablar de mi infancia». Y busqué ayuda profesional.
—¿Hay que tocar fondo para resurgir?
—Llegó un punto en el que lloraba por todo, estaba muy sensible emocionalmente y decía: «Algo me pasa pero no sé qué es». Busqué ayuda profesional y llegué con total convicción de que quería encontrar respuestas, así que lo solté todo. Me he ido dando cuenta de que había cosas que yo estaba dejando a un lado y que me estaban afectando más de lo que pensaba. Empecé a ordenar y entender emociones, pensamientos, cómo tú te dices las cosas a ti mismo. Me ha permitido, no te digo perdonar, porque yo no le perdono a mi tío lo que me hizo, incluso, todavía no he arreglado esa parte. Ahora mismo, si tú me preguntas, te diría que no creo en el perdón. En el perdón propio, sí. Pero que venga alguien y te diga: «Perdóname por haberla cagado», no, no la cagues y entonces no me tienes que pedir perdón, así de sencillo. Yo no he perdonado, pero sí he entendido y eso me ha dado paz.
—Hablabas de tus relaciones: la relación tóxica con aquel novio de Caracas, con el que tenía hijos de sus tres exmujeres, con el que tenía una doble vida... ¿Crees que de manera inconsciente estabas repitiendo un mismo patrón, condicionado por lo que habías vivido?
—No creo, estoy convencida. Ahora lo sé. He podido identificar eso. No es que buscara el patrón que imitaba la vida que yo tenía, pero es verdad que al tener un caos emocional propio, esas parejas en las que identificaba el caos, eran las que a mí me enganchaban. Eso lo haces inconscientemente. Y de ahí que digamos: «¡Qué mala suerte tengo!». No, mírate para dentro, porque igual hay algo que no estás teniendo en cuenta que hace que siempre vayas en esa dirección. Y a mí la terapia me ha ayudado a identificar ese patrón, que no se ha quitado, pero por lo menos ahora soy consciente y digo: «Cuidado, a lo mejor estoy cayendo otra vez en el mismo error».
—Conoces a Bertín y ves un soplo de aire fresco... Es hogar, protección, estabilidad...
—Así lo sentí, y por eso aposté tanto por esa relación.
—¿Qué es lo que más te enseñó el nacimiento de Kike?
—Creo que todo. Lo primero, mi capacidad, mi fortaleza, porque fue lo que me hizo coger las riendas y empezar a avanzar en vez de seguir en por qué ha pasado. Siempre decimos que estos niños son especiales, pero hasta que los tienes cerca no te das cuenta de que eso es real. Ves tanta bondad, tanta pureza como ser humano, no hablo de lo que se ve físicamente, no es una cuestión de pena, sino de esa energía que desprenden, que es lo más puro de un ser humano. Cuando te sonríen, cuando te dan un abrazo, no hay ninguna otra intención ni lectura. Kike me enseñó también su capacidad de trabajo, de esforzarse por todo, incluso por llevarse una cuchara a la boca para comer. Me dio una energía que quizás en ese momento yo necesitaba. Mi psiquiatra me ha dicho que él vino para salvarme, para enseñarme.
—Llevas más de 15 años trabajando por visibilizar la discapacidad, te has convertido en un referente para muchas familias. ¿Te ha cambiado la perspectiva desde que estás ahí?
—Me cambió desde que nació Kike, porque yo la discapacidad no la veía. No veía a personas con discapacidad, me pasaban desapercibidas. Desde que nació Kike yo iba detectando, «uy, ese niño tiene algo...». Estar en contacto con otras familias, ver otras realidades, por supuesto que abrió un mundo que yo desconocía. Hay realidades muy difíciles relacionadas con la discapacidad, muy duras. A través de esas familias he aprendido, porque he visto mucha lucha, mucha resiliencia, muchísima fortaleza, y una capacidad de amar por encima de muchas cosas. Para mí la Fundación [Kike Osborne] ha sido terapia. Me ha ayudado a no lamentarme y ver que se puede, aunque la vida sea difícil. Yo veo a Kike y digo: «Qué más difícil que no poder moverte o no poder expresarte». Y pienso: «A la vida hay que echarle ovarios».
—Cuando una es madre cambia completamente el foco, las prioridades pasan a ser otras, cuando se es un niño con algún problema entiendo que más. ¿Te has llegado a abandonar?
—A veces todavía me pasa, porque tú pones como prioridad su bienestar. A mí me dicen: «No lo cojas así...». Kike mide casi como yo y pesa 50 y tantos kilos, imagínate. Cuando lo cojo, me puedo hacer daño en la espalda, y luego no voy al fisioterapeuta, tiro pa´lante porque tengo que trabajar. Y sí, a veces pasa, pero es cierto que a través de la fundación también vamos mentalizando a las familias, a las madres sobre todo, porque la gran mayoría de las cuidadoras son mujeres, que si no están bien, se rompen.
—¿Y tomas nota?
—A veces yo también me aplico esa lección, pero se nos olvida. He tenido momentos de descuidarme totalmente, estuve casi cinco años volcada con Kike, muchas horas de terapia, no me cuidaba nada, cero. Y no hablo de teñirme el pelo, de quitarme las canas, no, hablo de dormir poco, de alimentarme mal, de tener un nivel de estrés muy alto y no buscar vías para relajarme. De hecho, yo en todo ese proceso no hice terapia, ni tomaba medicación, lo hice todo a pelo. Y luego me pasó factura. A veces no me permitía ni llorar, porque si yo, que era la capitana de ese barco, de repente lloraba, todo el mundo se ponía nervioso, todo se tambaleaba. Tampoco me lo permitía. Y cuando Kike ya se estabilizó y cambiamos un poco la dinámica de terapia, me dio un bajón horroroso y ahí me di cuenta de que tenía que cuidarme. Aunque no hice terapia, sí tomé medicación para el estrés, la ansiedad. Y cuando ya más o menos me estabilicé, empecé a hacer deporte y a cuidarme un poquito más.
—¿Una situación como la que vivisteis vosotros une más como familia o pasa factura?
— Pueden pasar las dos cosas. Hemos visto muchas familias que se rompen, incluso estando en la uci, de ver matrimonios que los médicos les contaban los resultados de las pruebas que les hacían a sus hijos recién nacidos y seguir viniendo la madre y el padre no volver a aparecer, porque no soportaba la situación. En la fundación hemos visto muchas situaciones de matrimonios que se separan, porque la mayoría de los hombres no se involucran en el cuidado de sus hijos con discapacidad. Si hay más niños, la tarea se puede dividir, pero cuando no hay más niños, se vuelve a veces insostenible. Y hay casos, como fue el nuestro, en los que llega la discapacidad y la familia se hace piña y se fortalece. Yo en ese momento también descubrí a esa persona que tenía a mi lado que, sin esa circunstancia tan difícil, no me hubiese dado cuenta del compañero que podía tener.
—¿Con tu madre has sabido encauzar la relación?
—Es que ella también tiene una historia muy dura, pero en la mía con ella hemos pasado de sacar a la luz cosas que las dos habíamos callado a ser un poquito más amable la una con la otra, vamos a ver hasta dónde llega porque esto ha empezado con el libro. Ha sido el catalizador de esta situación.