El cortejo

M. Montserrat Gómez Taboada

OURENSE CIUDAD

21 ago 2007 . Actualizado a las 02:00 h.

Caminaba al sol, disfrutando del aire ligeramente húmedo del otoño cuando lo olí. Fue como una invasión, un fogonazo a los sentidos. Giré la cabeza y lo saludé con los ojos, sonreí y esperé. Me miró interrogante y nos paramos a la vez en la acera. Frente a frente. Más alto que yo, negro y blanco el pelo, barba a juego y ojos profundos, penetrantes, de viajero. Y no pude hablar, me quedé sin voz, sin oído, levitando en el aire, prendida de esos ojos, esperando. Me preguntó si nos conocíamos e inmediatamente supe que no, que era la primera vez que nos veíamos. Y así se lo dije. El contestó:

-Entonces, disculpa- y se giró para irse, dejando el vacío y el corazón a mil.

Pero no reaccioné. Siguió caminando y yo mirando, inmóvil. Se giró una vez y me vio quieta y volvió sobre sus pasos.

-¿Estás bien?- preguntó con la cabeza ligeramente ladeada.

-Si, sí?. ¿tomamos café?

Sonrió y volví a quedar hipnotizada. Como un destello me llegó esa sonrisa, su mirada, que también sonreía y creo que el mundo empezó a girar en ese instante.

Entramos en el primer bar que encontramos, Latino, en la plaza de Coronel Ceano, junto a la iglesia de Santa Eufemia. El café era cremoso, con mucha espuma, como tanto me gustan.

-¿De dónde eres?- me preguntó.

-De aquí, de Ourense, de toda la vida -contesté.

-Tengo la sensación de conocerte de antes.

-Lo recordaría. ¿Y tú nombre?

-Me llamo Arturo.

-Anda, como el escritor.

-Pues sí. ¿Y tú como te llamas?

-Me llamo Montse.

-¿De Ourense de toda la vida?

-Claro, hija de emigrantes a Cataluña.

Lo miré a esos ojos profundos y seguí hablando de naderías. El mantenía sus ojos en los míos, contestaba mis preguntas y formulaba las suyas. El rito. El cortejo.

En un momento recordé, hace ya veinte años, lo mismo, pero diferente. Cuando todavía no sabía adónde llevaba aquella borrachera de sensaciones, queriendo descubrir si aquel latido haría explotar mi pecho, mirando otros ojos más inocentes. Tenía las manos cruzadas en la mesa. Manos suaves, fuertes, masculinas. Sin anillos.

-Bueno, tengo que marcharme, estoy de paso y mañana tengo cosas que hacer. Me alojo en un hotel en el parque de San Lázaro?

No terminó la frase y me miró fijamente. Sus ojos dulces, cálidos me ensañaban el camino, pero yo no estaba lista para tirarme al vacío, ni para que hoy fuese el día que iba a cambiar mi vida.

-¿Qué tal si te llamo mañana? -pregunté, dándome una oportunidad para pensar.

-De acuerdo -contestó, anotando su número en una servilleta de papel.

Salimos a la calle, y, al ver que la vida seguía afuera con normalidad me asombré. Como cuando murió mi marido. Igual. Todo parecía como siempre. El sol estaba en el cielo, las nubes, el viento, la gente por la calle?. Todos ajenos a ti, a tu tristeza. Ahora era una sensación diferente, era la alegría y el miedo de lo nuevo, la incertidumbre, la dulce espera, el calor que sentía en el corazón, las ganas de reír, de gritar.