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Patente de corso

El hombre que siempre reía

Arturo Pérez-Reverte

Viernes, 14 de Marzo 2025, 11:03h

Tiempo de lectura: 4 min

Era simpático hasta el disparate, de esos seres humanos a los que la naturaleza creó para que susciten alegría en torno a ellos: sonrisas, carcajadas y bienestar. Su bondad era divertidamente contagiosa, despertando en cuantos se cruzaban con él la necesidad instintiva de que los elevara a la ilustre categoría de amigos suyos. Tenía un ojo fuera de combate, inutilizado desde jovencito, pero el otro, el sano, era penetrante, lúcido, agudo. No tenía nada de ingenuo en el sentido convencional y meapilas del término. Se burlaba de todos y hasta de sí mismo con un punto desvergonzado, pícaro, que acentuaba todavía más su encanto. Allí donde iba se convertía en centro de atención, congregando en torno a su humor, su risa, sus ocurrencias, a grupos de amigos, a oyentes fascinados y a camareros fieles que lo adoraban. Era, en esencia, un fenómeno social.

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