Miércoles, 18 de Agosto 2021
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La colisión lateral es muy violenta, el cristal interior del taxi se rompe por efecto del choque y se transforma en doble hoja que procede a cortar al cliente, Ravel, en dos. No lo consigue del todo, limitándose a hundir tres costillas, lo cual le produce una brutal sensación de pliegue en el pecho, como un bulto al revés, y a romperle tres dientes mientras que las esquirlas de cristal se encargan de desgarrarle el rostro, especialmente la nariz, el arco ciliar y la barbilla».
Así narra el brillante novelista francés Jean Echenoz la fatídica noche de octubre de 1932 en que el célebre compositor del Bolero sufrió un accidente de tráfico en el taxi en el que viajaba por las calles de París al ser embestido por otro taxi. Aquel incidente precipitó su vida hacia una lenta y desesperante agonía de cinco años, hasta su muerte, en 1937.
«Nunca escribiré mi 'Jeanne d’Arc'. Está en mi cabeza, puedo oírla, pero nunca la escribiré; es el final, ya no puedo escribir mi música», se lamentaba
«Durante los tres meses siguientes, Ravel no hace absolutamente nada. Lo han tratado, curado, vendado y le han vuelto a hacer la dentadura postiza. Están muy pendientes de él, que permanece aturdido. Habla poco y no se queja nunca salvo para señalar, de cuando en cuando, que a veces su pensamiento se eclipsa, que no se desarrolla siempre como de costumbre [...]. Lo examinan de nuevo, pero en vano. Todos sus allegados le aconsejan distintos tratamientos que cada cual declara definitivo. Electricidad, inyecciones, homeopatía, reeducación, sugestión, un sinfín de drogas inimaginable, pero aparentemente nada hace efecto», narra Echenoz, en su libro Ravel (Anagrama).
La lupa vuelve sobre el taxi
Curiosamente, poco después del accidente, el propio Ravel le quitaba importancia al asunto en una carta a un músico amigo, preocupado por su salud: «No ha sido tan grave: unas cuantas contusiones en el pecho y algunos cortes en la cara».
Si bien la salud del compositor nunca había sido del todo buena –había sufrido peritonitis, tuberculosis, gripe española, bronquitis crónica... –, biógrafos y médicos han redundado siempre en que ya antes del accidente el músico sufría trastornos de la memoria o la coordinación, síntomas de una posible demencia incipiente, o de algún tipo de mal similar al Alzheimer pese a su no avanzada edad: Ravel tenía solo 57 años cuando sufrió el accidente de París. La tesis más generalizada sigue siendo la de una demencia frontotemporal preexistente que el accidente de 1932 solo habría terminado de desencadenar.
Ahora, sin embargo, una nueva investigación pone una vez más la lupa sobre aquel choque de taxis, señalándolo –muy por el contrario– como un hecho crucial y decisivo en el devenir de la vida de Ravel. En un reciente artículo de la revista Archiv für Kriminologie, Andreas Otte –profesor de la Escuela Universitaria de Offenburg, en Baden-Wurtemberg, y autor de un libro de referencia sobre los traumatismos por latigazo cervical– ha reconstruido el siniestro para alcanzar, en plan CSI, alguna hipótesis plausible sobre el verdadero efecto de la colisión en la salud del genial compositor.
Otte especula que Ravel –debido a su estatura, 160 centímetros– podría haberse golpeado la cabeza contra el respaldo del asiento delantero del taxi, motivo de que perdiera algunos de sus dientes, y que incluso a una velocidad reducida, de apenas 15 kilómetros por hora, su cuerpo se habría visto expuesto a fuerzas considerables en el interior del vehículo. A partir de ahí, el investigador alemán hila distinto que todos los demás.
Las fuerza g como elemento diferencial
Otte explica que este tipo de cargas por la aceleración súbita de una masa se mide, en física, con la unidad de medida de 'fuerzas g'. Así 1 g corresponde a la aceleración generada por la gravedad terrestre. En el accidente de París, Otte calcula que –aparte del golpe contra el respaldo del asiento delantero– la cabeza de Ravel pudo haber recibido una carga de hasta 9 g. Para hacernos una idea de lo que podría significar, ofrece el ejemplo de la carga de aceleración súbita que se experimenta en una montaña rusa: hay tramos en los que nuestro cuerpo llega a experimentar hasta 6 g, cabe subrayarlo, sin colisión.
Así Otte se inclina por la tesis de que Ravel podría haber sufrido, además de los traumatismos, un grave esguince cervical, causa de posteriores alteraciones funcionales en el cerebro, como trastornos de atención y una considerable pérdida de la capacidad de concentración. Según el investigador, estos son síntomas habituales en cuadros clínicos de ese tipo de lesión cervical y habrían agravado, desde luego, los que ya el músico tuviera, pero que hasta el accidente le habían permitido vivir y componer, subraya.
Para Andreas Otte, la lesión cervical del accidente representó, por sí sola, un trastorno adicional a cualquier enfermedad que el músico ya tuviera. «Si no hubiese sufrido aquel accidente —dice—, Ravel habría podido seguir componiendo»
Otte no duda en afirmar por ello que la lesión cervical del accidente seguramente representó, por sí sola, un trastorno adicional sin ninguna relación con la posible enfermedad preexistente que Ravel tuviera, a tal punto –arriesga el alemán– que, si no hubiese sufrido aquel accidente, Ravel habría podido seguir componiendo.
No poder escribir ni el propio nombre
Como sea, lo cierto es que a partir de aquel siniestro, la vida del creador del Bolero fue entrando en un lento y desconcertante declive, desesperante –para él y para quienes lo rodeaban– y que sus males preexistentes fueron agravándose, impidiéndole ya componer y hasta escribir su propio nombre, como lo certifican decenas de testimonios muy cercanos y anécdotas de todo tipo sobre su gradual pérdida de facultades.
Cuenta Valentine Hugo, diseñadora y amiga de Ravel, que en noviembre de 1933 comenzaron a hablar sobre su proyecto de ópera a partir del libro Jeanne d’Arc, de Delteil, en el que ella estaría a cargo del diseño del vestuario. Me contó su plan general hasta que, de pronto, dijo: «Valentine, nunca escribiré mi Jeanne d’Arc. Está en mi cabeza, puedo oírla, pero nunca la escribiré; es el final, ya no puedo escribir mi música». Y trató de explicar, con una desesperación contenida, cómo era la espantosa sombra que encarcelaba sus ideas en la cabeza.
En 1935, a propuesta de la bailarina Ida Rubinstein –destinataria del célebre Bolero–, Ravel emprendió un último viaje por España y Marruecos que le dio un saludable consuelo, pero inútil. Al regresar a Francia, el músico se retiró definitivamente en su casa de Montfort-l’Amaury, a las afueras de París, donde, hasta su muerte, recibió el afecto y apoyo de sus amigos y de su incombustible ama de llaves, Madame Révelot, mientras su deterioro siguió progresando.
Bromuro de potasio, láudano, veronal, nembutal, prominal, soneryl y otros barbitúricos... Tras prestar muchos servicios, le sirven ya de escasa ayuda, en realidad no hacen gran cosa.
El principio del fin
Mientras tanto, Ida Rubinstein recorre en vano Suiza, Alemania e Inglaterra para recabar la opinión de especialistas, que confiesan su perplejidad. «Cuando consultan en París a los dos pioneros de la cirugía cerebral, uno desaprueba la idea de intervenir –cuenta Echenoz–. El otro declara en sustancia que tampoco intentaría nada si se tratase de cualquiera: lo dejaría en ese estado, aun a riesgo de verlo declinar indefinidamente. Pero, claro, es Ravel. En el punto en que se hallan, es preferible intentar algo. Cabe pensar que el éxito de una intervención le devolvería sus facultades, podría depararle años de nueva creación. Pese a los resultados de los reconocimientos, nunca fiables del todo, todavía cabe considerar la hipótesis de un tumor y, dadas esas circunstancias, accede a operar. Clovis Vincent es un neurocirujano famoso totalmente digno de confianza, todos se rinden a su punto de vista, se fija una visita para dos días después».
Como hay que rapar la cabeza del compositor antes de la operación, su hermano Édouard y los demás intentan tranquilizarlo ya que, al ver caer sus cabellos, Ravel suplica que lo lleven a su casa. Intentan convencerlo de que solo se trata de una nueva radiografía, de unos nuevos reconocimientos más profundos. Ravel no se cree nada.
«Después de la operación –concluye Echenoz–, comoquiera que Ravel recobra el conocimiento durante un rato, se le cree fuera de peligro. Se alimenta un poco, reclama la presencia de Édouard y pide ver a Madame Révelot, su ama de llaves. Se duerme, muere diez días después, lo visten con un traje negro, chaleco blanco, cuello duro con las puntas dobladas, pajarita blanca, guantes claros, no deja testamento, ninguna imagen filmada ni la menor grabación de voz». Tenía 62 años.
«Me parece que, cuando ingresó al hospital para su última operación, Ravel sabía que dormiría para siempre –ha contado Igor Stravinski–. Me dijo: 'Pueden hacer lo que quieran con mi cráneo mientras el éter actúe'. Pero no actuó, y el pobre hombre sintió la incisión. No lo visité en el hospital y la última imagen que me queda de él fue en la funeraria. La parte superior de su cráneo se hallaba todavía vendada. Sus últimos años fueron muy crueles: era consciente de todo lo que ocurría. Gogol murió gritando y Diaghilev murió riendo. Ravel murió de a poco. Es la peor forma de morir».
«Me dijo: 'Pueden hacer lo que quieran con mi cráneo mientras el éter actúe' –contó Igor Stravinski–. Pero no actuó, y el pobre hombre sintió la incisión»
Su desaparición causó en el mundo una verdadera consternación, que la prensa retransmitió en un unánime homenaje. Sus restos reposan en el cementerio parisino de Levallois-Perret, cerca de los de sus padres y los de su querido y único hermano, Édouard.
La misteriosa soltería de Maurice Ravel
Otra de las singularidades –enigmática para muchos– de Ravel fue su eterna soltería, que, siendo como él era un dandy, levantó y aún levanta todo tipo de suspicacias.
Los comentarios en torno a su posible homosexualidad volvieron a ser tema en 2013, cuando el director de orquesta y escritor Robert Craft, en un artículo sobre Igor Stravinski publicado en The Times, aseguró que el compositor ruso había tenido varios amantes, todos hombres de renombre, entre ellos, el compositor Maurice Delage, el empresario Sergei Diaghilev, fundador de los Ballets Rusos, y, hacia 1909, Maurice Ravel. Justamente con Diaghilev aparece Ravel ante el piano en la imagen de arriba en la primera década del siglo XX, años en los que, cuenta Craft, Stravinski y Ravel eran aún amigos (más tarde, a partir de 1913, se distanciaron de por vida) y en los que el compositor ruso trabajó con Diaghilev en el estreno de La consagración de la primavera. Craft afirma que todos estaban inmersos en los ambientes homosexuales de París.
Una propuesta de matrimonio
En dirección opuesta opina Manuel Rosenthal, director y compositor francés, amigo y discípulo directo de Ravel. «Supe que una vez le había propuesto matrimonio a su gran amiga Hélène Jourdan-Morhange. Según me contó ella misma, le respondió con total sinceridad: 'No, Maurice; te quiero muchísimo, pero solo como amigo, y me resulta imposible considerar la posibilidad de casarme contigo'. Eso fue todo». Rosenthal explica también que Ravel frecuentaba burdeles, a los que una vez lo había llevado a él mismo. «Me dijo: 'Ya verá, es muy bonito, hay muchas damas'. Lo que él llamaba 'damas' eran en realidad prostitutas [...] Consciente de su baja estatura y de su condición de artista, frecuentar prostitutas era una suerte de escape, que además refuta la insinuación que algunos han deslizado —sin ninguna prueba— acerca de su posible homosexualidad. Podría haber sido homosexual, pero no lo era».
Jean Echenoz, por su parte, ha escrito: «Ravel era a la vez muy mundano y muy solitario [...] Un personaje con muchas máscaras [...] Su vida amorosa también sigue siendo un gran misterio, quizás simplemente no tenía». Roger Nichols, otro de sus biógrafos, lo resume sin cortapisas: «Su vida sentimental era absolutamente modesta e infeliz». / Foto: Corbis
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