El compromiso de Caspe y la coronación de Fernando I
El compromiso de Caspe y la coronación de Fernando I
Miércoles, 04 de Diciembre 2024, 16:04h
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La vida tiene cosas terribles, también para los príncipes. Primero murieron sus nietos, Pedro y Martín. Después, su hijo: Martín el Joven. Y diez meses después, él mismo, el rey Martín I el Humano, a los cincuenta y cuatro años. Lo consumió en pocos días una crisis aguda de salud. No había heredero. En el lecho de muerte, cerca de Barcelona, fue preguntado ante notario si autorizaba la busca de un sucesor «en justicia», por no ser claro quién tenía mejor derecho. El rey asintió: «Hoc», ‘sí’.
Así empezó un intrincado e impredecible proceso. No había norma escrita para este caso. Era el 31 de mayo de 1410 y de golpe quedaban sin soberano los seis Estados de la ‘Corona Reyal d’Aragó’: Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca (las Baleares más Cerdaña y Rosellón), Córcega y Sicilia, tierras que hoy son de tres países europeos.
Si hubiese existido solución sencilla, el rey la hubiera adoptado en los diez meses que vivió sin hijo. Planeó incluso una comisión de diez doctores que lo asesorase, sin que se sepa en qué quedó la idea. Para semejante caso, que interesaba sin duda a media Europa, apenas había reglas compartidas, salvo que las mujeres no podían reinar. Sin rey, durante dos años hubo crímenes de Estado, sediciones, violencia y una guerra civil con muchos muertos. El famoso ‘compromiso’ trabajosamente alcanzado en Caspe, el 24 de junio de 1412, fue un gran alivio general.
El conde de Urgel (Jaime de Aragón, como exigió ser llamado), pariente y cuñado de Martín I, pudo haber sido el favorito, por linaje y oportunidad, pero jugó mal sus bazas. Nombrado lugarteniente del rey en Aragón, hizo de Zaragoza una ciudad hostil al ocuparla de modo imprudente –y que costó vidas– en mayo de 1410. Era la cabecera jurídica de la Corona y las autoridades rechazaron su estilo imperioso: el arzobispo no le permitió jurar el cargo en la catedral y el justicia de Aragón, magistrado muy respetado y relevante, se negó a tomarle juramento.
El rey destituyó a Jaime por «menyspreu de nostres manaments». Y, muerto el monarca, el parlamento catalán no le dejó manejar a su antojo la situación ni recurrir a las armas: el gobernador Cervelló y el arzobispo Sagarriga le pararon los pies. El prelado llegó a replicar a sus pretensiones: «Quod justum fuerit dabo vobis», ‘os daré lo que sea justo’.
Sus seguidores volvieron a errar gravemente en Aragón. El 1 de julio de 1411, Antón de Luna –un grande de la nobleza aragonesa– mató personalmente, en una emboscada, al arzobispo de Zaragoza Fernández de Heredia, su más notorio opositor. Nadie creyó que el matador obrase en legítima defensa y todavía en el siglo XX se decía en Aragón «con don Antón te topes», a modo de maldición.
Cierta historiografía exaltada entiende el Compromiso de Caspe como una catástrofe para Cataluña y censura a sus delegados porque, habiendo «un legítimo príncipe catalán, consiguieron con su falta de decisión patriótica, sus divisiones, suficiencia, escrúpulos, extremoso deseo de paz, vacilaciones y debilidades, la entronización de una dinastía forastera», base «de la desnacionalización de nuestro pueblo» (F. Soldevila).
Jaime de Urgel sería, así, el ‘dissortat’, el desventurado, víctima de una farsa. Juicios más ponderados creen que se «designó al candidato más universalmente aceptado» (J. Vicens Vives) y más útil (Ruiz-Domènec). Fernando era el príncipe que tomó Antequera al islam, gran señor de tierras, regente de Castilla, en nombre de su sobrino, el rey niño Juan II. Y, como hijo de Leonor de Aragón, nieto de Pedro IV y sobrino de Martín I y de su hermano y antecesor Juan I.
Aragoneses y catalanes, fundadores de la Corona, tenían conciencia de ser las partes decisivas, pero llamaron a concordia a los valencianos. Mallorca, reino vasallo y sin Cortes, temeroso de quedar relegado, envió una embajada conmovedora invocando «la unidad, alianza, fraternidad y amistad inseparable e indisoluble que rige y debe existir entre el insigne reino de Aragón y el de Mallorca y los demás reinos y tierras sujetas a la Real Corona de Aragón».
Cataluña mantuvo su parlamento (así se llamaban las Cortes sin el rey), lo mismo que Aragón, donde fracasó un amago urgelista de segregación. Pero Valencia estaba escindida sin remedio entre Jaime y Fernando y el caso se precipitó en una cruenta batalla campal, junto a Sagunto, el 27 de febrero de 1412, que perdieron los urgelistas. Quedaron, así, tres parlamentos para tres Estados constituidos en lugares cercanos: Tortosa, Traiguera y Alcañiz.
El papa aragonés Pedro Martínez de Luna –Benedicto XIII–, en pleno cisma, pero aún obedecido en Castilla, Aragón, Francia y Escocia, se mostró muy activo y movió sus hilos entre bambalinas. Citaba a Séneca y a Orosio, pidiendo justicia, y no guerra, «pues Spanya e el vuestro regno [de Aragón] en special, nunqua crio nin sustinio tirannos».
Las delegaciones de Aragón y Cataluña actuaron sin esperar a los valencianos, porque el daño del trono vacante crecía sin parar y porque Aragón hizo saber «que en caso que los otros parlamentos no quisiesen libremente entender en la causa de la sucesión, los del reino de Aragón y el parlamento dél usarían de su preeminencia y libertad como cabeza de los otros reinos y tierras de la Corona». Se desechó convocar cortes conjuntas o encomendar el caso a comisiones parlamentarias. Aragón propuso elegir un tribunal excepcional, reducido, independiente e inapelable de nueve miembros, duchos en moral, justicia y leyes, de buena fama.
Actuarían durante dos meses, sujetos a secreto, en conciencia y bajo juramento, tras oír a todos los candidatos. Y estarían a salvo de presiones en un lugar con tropas especiales y sujeto a su sola jurisdicción: la villa de Caspe, con su castillo. La lista de los Nueve, confeccionada por el gobernador Ruiz de Lihori y el justicia Jiménez Cerdán el 14 de marzo, la propusieron los aragoneses a los catalanes, y los valencianos la asumieron después.
Descartadas las mujeres según uso, y además de Jaime y de Fernando, quedaron en liza Fadrique, hijo ilegítimo de Martín el Joven y de su amante siciliana Tarsia Rizzari; Luis de Anjou, hijo del rey de Nápoles y de Yolanda de Aragón, nieto de Juan I; y Alfonso de Aragón, nieto de Jaime II. Todos eran de la Casa de Aragón y todos fueron escuchados. «Treballamos continuadament e sin intermission de fi esta, dia ni ora alguna. Aceleramos quanto es possible e la arduidat e poderositat de tan alto e gran negocio permete», informaban los Nueve el 22 de mayo.
Llegaron a un acuerdo el 24 de junio y lo publicaron el 28, con fiestas, campanas y tedeum: «Los Nueve designados por los parlamentos, con plena y plenísima, general y generalísima autoridad, facultad y potestad de investigar, instruir, informar, conocer, reconocer y publicar, decimos publicamos que dichos parlamentos y los vasallos y súbditos de la Corona de Aragón deben prestar y guardar la fidelidad debida al muy excelente y muy poderoso príncipe y señor don Fernando, a quien deben tener por verdadero rey y señor». Asumieron el fallo por unanimidad.
Pesaron mucho en la decisión el fuerte deseo de paz y la ambición de un poderío mercantil que unía la pujanza de Barcelona y Valencia con la de Medina del Campo, lugar natal del nuevo rey y futuro retiro de su viuda, Leonor de Alburquerque, ‘la Ricahembra de Castilla’. Por comodidad, llamamos Trastámara a la familia que reinaba en la Corona de Castilla (1369), en la de Aragón (1412) y, al poco, por matrimonio, también en Navarra (1425). En 1469, dos de sus miembros casaron siendo primos: la historia los llama Reyes Católicos.