Mujeriego y salvaje Los excesos del actor insolente Marlon Brando, un actor llamado deseo
Fue un dios rudo y silvestre que imantaba la pantalla con una mirada arisca. Un tipo raro, huidizo, mujeriego hasta el exceso que conoció la gloria y el infierno. Apasionado; atormentado; convulso; difícil; antipático; apolíneo de joven y después abandonado y ajado, misántropo. Único: todos sus imitadores –que son muchos– han fracasado al intentar emularlo.
En sus últimos años Marlon Brando fue un viejo encastillado en sus rarezas, huidizo de la luz, aprisionado en un corpachón de muchas arrobas en el que ya resultaba imposible rastrear los vestigios de aquel joven que incendió de lujuria y veneración las plateas. Pero, bajo la coraza de galápago que lo protegía de la curiosidad del mundo, anidaba aún la criatura sagrada. Quienes lo hayan visto transitar como una esfinge por alguna de las películas prescindibles que jalonan el último tramo de su carrera saben a lo que me refiero: no importa que su papel sea ridículo o inverosímil, no importa que lo interprete con desgana o hastío, su mera presencia provoca en la sala un cuchicheo sordo, apabullado, devoto. Y es que Brando sigue siendo –pese a sí mismo, pese a su empeño por convertirse en un remedo o parodia de lo que fue– la encarnación de una leyenda. Nunca otro antes que él hizo de la interpretación un escaparate de humanidad convulsa; nunca llegará otro -y sus imitadores se cuentan por millares- que recoja su herencia.
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