De la cárcel de Yeserías a directora de actores en un barrio de Jerez
De la cárcel de Yeserías a directora de actores en un barrio de Jerez
Yo me sentí libre en la cárcel. El teatro fue una fuga de las rejas, la fuga de la rendición. En aquel lugar, donde no tienes ni voz ni voto, donde solo eres un número, meterte en la piel de otro fue una ventana abierta a la libertad». Cuando habla, Sebastiana transita entre lo cotidiano y lo trascendental con un hechizo que enciende el alma. Es una artista. No en vano nació en el barrio jerezano de Santiago, de donde vienen figuras como José Mercé o Tomasito. «Allí, en cada esquina hay un duende», dice orgullosa. Pero aquellas esquinas también escondían sombras, y un tropiezo la llevó a la cárcel. Eran los años ochenta. «Fui a Colombia a por esmeraldas para un joyero de Jerez, pero, sin yo saberlo, me metieron cocaína en la maleta al volver», explica. Con reticencias. No le gusta hablar del tema. «Menos mal que me detuvieron en Barajas y no en Caracas porque, si no, no estaría aquí contándolo». Y enseguida vuelve la alegría, el duende, el flow… «El teatro me salvó. Hay quien se engancha a la heroína, yo me enganché al teatro». Y así empieza una historia sobre el poder del arte.
Tras participar en la película Yeses (2018) –dirigida por Miguel Forneiro Pérez sobre la compañía de teatro creada por Elena Cánovas en la cárcel de mujeres de Yeserías–, Sebastiana protagoniza ahora un documental dirigido por el mismo director, ambos de la mano de Reale Seguros. Aquella jerezana que en el año 1985 dejó atrás a sus dos hijos pequeños para entrar en ese oscuro lugar del barrio madrileño de Arganzuela cuenta ahora cómo el teatro, el arte, le ha servido de terapia toda la vida.
Tenía 26 años cuando llegó a Yeserías. Le habían echado seis de cárcel: «Aquello era un colegio de niñas malas. Éramos cuatrocientas presas allí metidas: españolas, colombianas, gitanas, quinquilleras… todo mezclado. Era la época de la droga dura y del sida. He visto mujeres entrar sin haber fumado un cigarro en su vida y salir enganchadas hasta los ojos. Algunas se iban de permiso y ya no volvían porque las habían matado en la calle». Y había que sobrevivir. «Si te abandonabas, te convertías en un mueble más de aquella decoración tétrica».
Aguantar la condena que le quedaba por delante no parecía fácil. «Allí no había un día normal. De repente saltaba una chispa y se liaba la de Dios. Era una guerra. Entraban los antidisturbios dando palos». Y para sortear los conflictos con las presas no había dónde esconderse. «Tú aquí tienes un problema y te vas a Sevilla o a Madrid, pero allí no te podías ir a ninguna parte. Tarde o temprano te encontraban, no tenías escapatoria».
Sebastiana partía con una ventaja. Estudió dibujo artístico en la Escuela de Artes y Oficios de Jerez de la Frontera y, cuando solo llevaba dos meses en Yeserías, decidió entrar en el taller de teatro de la cárcel para ayudar con la escenografía. En ese momento, a una de las presas que actuaba en la obra le dieron la libertad y Elena Cánovas, la directora del grupo, le ofreció a ella un papel en La cantante calva, un drama escrito por Eugène Ionesco que pertenece al teatro del absurdo. «Y yo, que no había visto una obra del absurdo en mi vida…, acepté. Nos acabamos inventando el final y fue un exitazo muy grande». La jerezana confiesa que aquello fue su salvación, «si no, no sé cómo hubiera terminado porque la tentación existía. Aquí estamos todos metidos en el mismo barco y todos podemos naufragar». Y añade: «Desde ese día no me bajé del escenario».
Con el grupo de teatro Yeses, las presas abrieron las barreras de aquella cárcel. La idea original de su directora era ayudar a la reinserción a través de la cultura y la interpretación, con textos de fuerte carga social y política que reivindicaban la figura de la mujer. Pero la experiencia superó las expectativas y en 1987 el grupo hizo su primera salida al exterior para participar en la Muestra Cultural del Mundo Laboral de la UGT. La dirección del centro hizo todo lo posible para que aquello no se les fuera de las manos. Acordonaron el edificio, llegó un furgón, las mujeres salieron esposadas… Y lo consiguieron: Sebastiana ganó el premio a la mejor interpretación y llevaron su obra a otros lugares.
Ahora admite que al principio vio el teatro como una manera de reducir su condena, «por cada obra que hacíamos nos quitaban días», pero recuerda el momento en el que sintió que aquello jamás se despegaría de su piel. «Un día fuimos a la cárcel de Alcalá Meco para actuar delante de unos presos, eran hombres que llevaban doce años en aislamiento». Desde bastidores empezaron a ver cómo bajaban a los reclusos uno a uno y los colocaban separados entre sí. «Eran unos personajes silenciosos, oscuros, callados, muy extraños», relata. Ella siempre hacía los papeles masculinos: «Y, en cuanto salí, aquellos personajes se levantaron y empezaron a aplaudirme». No se esperaba esa reacción. «'¡Bravo!', me decían, y aquello me llegó al alma. Creo que es de las cosas más emocionantes que yo he sentido. Elena nos hizo un regalo maravilloso».
De repente, otro mundo era posible: «Fue una motivación para seguir luchando y soportar todo el peso que teníamos. La gente no sabe lo que significa no ser libre, que te quiten hasta tu nombre. Esa impotencia de no poder hacer nada porque las llaves de tu vida las tiene otra persona. Y eso hiere y deja huellas imborrables».
Tras dos años de éxito y, aunque aquel grupo de teatro se convirtió en su familia y ya había conseguido incluso un régimen abierto, Sebastiana quería estar al lado de sus hijos y pidió el traslado al centro penitenciario Puerto II, en Cádiz. Estando allí le llegó la libertad. «Convivir con lo más terrorífico te da fuerza y seguridad. ¿Qué me puede dar miedo ahora?», pensaba.
Pero, al otro lado de las rejas, las cosas no siempre son como se sueñan. «Al salir tenía la sensación de que todo el mundo me miraba mal porque sabían de dónde venía. Como si llevara un cartel en la frente en el que ponía que había sido una delincuente. Tenía miedo hasta de cruzar una calle. Era como aprender a caminar de nuevo».
Una vez en libertad, Sebastiana decidió devolver el milagro que había recibido. Sus hijos habían estado viviendo con sus tíos en la zona sur de Jerez y allí los niños no iban a la escuela. «Estaban en la esquina con el cigarrito o el porrito. Eran chiquillos a los que sus padres echaban a la calle. Yo los veía allí perdidos y propuse hacer una obra de teatro con todos». Y de nuevo, la redención.
Comenzó un proyecto de teatro de flamenco con los muchachos, pero las cosas en el barrio no son fáciles y tuvo que enfrentarse a la crítica de los padres que no entendían su proyecto y le exigían dinero a cambio. Al final lo dejó, pero su vida ha seguido marcada por el arte y las ganas de ayudar a un barrio que, «aunque es el más emblemático de Jerez, ahora está hecho polvo». Así que, de nuevo, su historia personal fue dando forma a nuevos proyectos.
Gracias a su relación con Reale Seguros ha comenzado el renacer del barrio de Santiago con varios proyectos socioculturales. Entre ellos, su Timba Timbero, el grupo de teatro que dirige y que integra a personas de entre 15 y 65 años: «Un bombero, una jubilada, una niña que canta ópera... Lo de este grupo ha sido muy fuerte. Es una asignatura que yo tenía pendiente. Soy directora porque quería saber hasta dónde soy capaz de crear, y ahora estoy encantada. Este es el legado que yo voy a dejar a mis nietos».