La Voz de la Salud

Javier García, psiquiatra: «No hace falta estar ocupado todo el tiempo para ser un buen padre o trabajador»

Salud mental

Lucía Cancela La Voz de la Salud
Javier García Campayo es catedrático de Psiquiatría en la Universidad de Zaragoza y autor del libro «Parar para vivir mejor».

El especialista del Hospital Universitario Miguel Servent, de Zaragoza, señala que dejar tiempo para el aburrimiento forma parte «de la salud mental más básica»

07 Sep 2023. Actualizado a las 12:23 h.

Javier García Campayo, catedrático de Psiquiatría en la Universidad de Zaragoza, recomienda sentarse en un banco para observar a la gente que pasea por la calle. Pregunta qué es lo que se ve. Él lo hace, dice que le interesa, especialmente, cuando está en ciudades como Madrid, París o Londres, en hora punta. «Mi padre me invitaba a hacerlo, para intentar imaginar qué sentían y qué les rondaba la cabeza», recuerda. El resultado siempre terminaba con la misma pregunta: «¿Por qué van tan deprisa?».

Con el paso del tiempo y, de forma inevitable de la edad, se dio cuenta de que esta cuestión ya no era tan frecuente. «Entonces, lo entendí. Yo iba a la misma velocidad que ellos, corriendo también», apunta. 

El especialista del Hospital Universitario Miguel Servet (Zaragoza) describe una situación con la que muchos se pueden sentir identificados. Lo sabe de buena mano, tras años de consulta, y lo cuenta en su nuevo libro Parar para vivir mejor (Harper Collins, 2023): «Las personas que van corriendo siempre hacen cosas, no pueden estar sin hacer nada. Mientras caminan por la calle, suelen escuchar música. Si conducen al trabajo, tienden a poner la radio. Cuando llegan a casa, les gusta encender la televisión como ruido de fondo (...); mientras esperan al autobús, buscan en el móvil vídeos de Instagram, Tiktok o Facebook». 

—«Parar para vivir mejor». ¿Tiene la impresión de que vivimos pisando el acelerador?

—Sí, creo que es una impresión general. Soy psiquiatra, llevo muchos años en consulta, pero también veo que en la relación con la gente, amigos o compañeros, es una queja casi sistemática. Todo el mundo siente que va demasiado acelerado, que va corriendo, que no tiene tiempo porque su agenda siempre es excesiva. Es una constante en casi todas las personas, trabajen o no trabajen, tengan la edad que tengan, incluso en personas jubiladas, y lo cierto es que es una situación psicológica. 

—¿Está en nuestra mente?

—Lo que quiero decir es que es una percepción subjetiva de que tenemos muchas cosas que hacer porque consideramos que todas son muy importantes y, además, nos refuerzan.

—Si se compara a otras generaciones, ¿piensa que ahora se vive más deprisa?

—Por supuesto, si nos comparamos con otras generaciones, mis padres, nuestros abuelos, sí, sin duda. Nuestras agendas están más cubiertas, hay muchas más cosas que hacer, nos sentimos reforzados por todo lo que ocurre alrededor. Está mal visto no hacer nada. En el libro menciono una pregunta que hago muchas veces a la gente. Les digo: «¿Puedes estar una tarde sin hacer nada especial y no sentirte culpable?». Me he encontrado a personas que no podrían porque su agenda está a tope, y aunque tuviesen tiempo, se sentirían mal, como si fueran vagos o perezosos. Esto es absurdo. El poder tener tiempo para nosotros, para no hacer nada, para disfrutar, para aburrirnos, forma parte de la salud mental más básica y nuestros abuelos lo tenían. Era otra percepción de la vida y del tiempo, que ahora lo que produce es el estrés continuo, el malestar, la insatisfacción, la culpa, y va muy ligado a esta sensación de tener que hacer tantas cosas. 

—Señala que los niños tienen una visión del mundo que se pierde con la edad. Pero precisamente por la edad, también tienen menos responsabilidades. ¿Cómo se puede encontrar un equilibrio entre las obligaciones diarias y esa perspectiva más infantil?

—Dándose cuenta de qué es lo realmente importante. Uno de los sistemas nucleares, en el libro está, es saber cuál es el sentido de mi vida. Es una pregunta que hago siempre a la gente: «¿Qué es lo importante para ti?». La mayoría no tiene una idea clara, no lo sabe, sino que va por inercia. En cambio, si uno tiene claro su sentido de la vida, generalmente, no tiene tanta necesidad de hacer cosas. Muchos de nosotros estamos continuamente atareados para no pararnos, sentirnos y ver una especie de carencia básica, lo que produce cierto malestar. Pero cuando uno conoce su sentido, puede seleccionar lo qué hacer y cuidarse a uno mismo. Es un cambio en la perspectiva de la vida. 

—¿Qué rasgos habituales observa en ese perfil de gente que siempre va corriendo?

—Muchas personas que vienen a mi consulta no tienen una enfermedad o un trastorno, sino que vienen por estrés. El rasgo principal es la autoexigencia, el perfeccionismo, la necesidad de sentir que son útiles, que hacen cosas, de alguna forma. Ese perfeccionismo hace que no se permitan disfrutar de, tal siquiera, tener una tarde para ellos, para pasear, para no hacer nada, porque piensan que ese tiempo lo tendrían que emplear en algo. Es una sensación de pérdida de tiempo, pues hay que utilizarlo para sacar el máximo provecho, pero es una distorsión. La vida es un tiempo para estar con la gente, para disfrutar, no para estar intentando hacer cosas sin parar. Una cosa es cumplir las obligaciones y hacerlo bien, y otra cosa diferente es guardar un espacio para ser felices.

—Cuando habla con sus pacientes y les hace esa pregunta de si podrían estar una tarde sin hacer nada y no sentirse culpables, ¿qué conclusiones extrae?

—Que para muchos sería inconcebible. Me muestran su nivel de autoexigencia. Me dicen que se sentirían como unos vagos, como un fracaso, como un engaño al resto. No hace falta estar continuamente haciendo cosas para ser un buen profesional, un buen padre o buen amigo, hay que conseguir ese equilibrio para tener tiempo para uno mismo. Si bien es cierto que hay individuos que, de forma natural, son capaces de darse ese espacio lo cual es muy sano; la sociedad actual espera que no se de, es decir, la importancia que la gente se otorga a sí misma es tener una agenda a tope con tareas todo el rato. Es lo que vende, aun cuando no siempre tiene que ser así y es absurdo que lo sea. Lógicamente, una temporada puede acarrear estas circunstancias, pero para mucha gente es el sistema normal de funcionar, eso no es satisfactorio o eficaz. Existe una especie de expectativa social de que si uno es exitoso, con la agenda a tope, tiene que estar continuamente produciendo. Pues no, no tiene sentido, de hecho, no ha sido así en la historia de la humanidad tampoco. La filosofía surge porque la gente tiene tiempo, las necesidades básicas están cubiertas y pueden dedicarse a pensar, a sentir, a disfrutar o a reflexionar. Las vacaciones son un buen ejemplo. Se van de viaje y, si en lugar de ver 20 monumentos, ven 18, ya es un fracaso. No se dan la oportunidad para bajar el ritmo y al final, acaban siendo más de lo mismo y vuelven estresados.

—Hoy parece haber cierto éxito detrás de ese vivir corriendo. Muchos millonarios comparten su rutina diaria levantándose a las 5 de la mañana. 

—Claro, y no tiene sentido, ¿para qué? Si son millonarios, una razón más para disfrutar. 

—Compara a la langosta antes de morir en la cazuela, con el ser humano ante el estrés, la ansiedad y la depresión. Dice que si se introduce al animal con el agua fría, luego no percibirá cuando empiece a hervir. ¿En qué nos parecemos?

—Sí, porque es un proceso muy progresivo, por eso cuento lo de cocer la langosta. Uno empieza a tener estrés por cosas muy razonables. Por ejemplo, un trabajo nuevo. Solo que, si en lugar de ser una cuestión temporal, se mantiene y se empieza a considerar una sensación normal, al final el cuerpo y la mente se acostumbran. El proceso que sigue es que el estrés crónico acaba derivando en ansiedad, y la ansiedad crónica acaba llegando a depresión. Por ejemplo, el trabajador súper estresado ya se considera que es alguien que puede caer en el quemado profesional. Sin embargo, en las empresas está muy bien visto que alguien esté continuamente trabajando, que no descanse y que hasta responda los fines de semana. Eso no está bien porque no se puede soportar. El problema es que la persona no se da cuenta, tal vez su entorno empiezan a ver que está más irritable, o que duerme peor, pero no es hasta que experimenta síntomas de ansiedad, depresión o de un infarto, que entiende que es momento de parar. Como le ocurre a esa langosta, no se da cuenta de que está quemado porque está acostumbrado, hasta que por un problema de salud, es evidente que tiene que cambiar de estilo de vida.  

—Me decía que la sociedad necesita tiempo para poder, pero a la vez, en el libro explica que la mente enferma pensando. ¿Cuándo pensar se convierte en un problema?

—Pensar no es un problema si es un pensamiento que tiene una finalidad. Tengo que pensar lo que voy a hacer el fin de semana. Pero eso es un 20 o un 25 % del tiempo, la mayor parte del tiempo lo ocupan nuestras rumiaciones o temas menores. Si yo estoy paseando por el monte, no hay necesidad de ir pensando en mi trabajo. En este sentido, el mindfulness nos permite estar en el momento presente, por eso es tan útil. Si tengo que pensar en algo, me siento y pienso de forma consciente y ya, desconecto. Esto es todo lo que se descubre gracias al mindfulness por ejemplo, que la mente puede estar en silencio, lo que produce una sensación de bienestar tremenda. 

—¿Qué tiene de beneficioso apuntar lo que pensamos cuando esta rumiación se vuelve un problema?

—Nunca pensamos a tiempo completo. La rumiación surge porque pienso una y otra vez en algo, pero nunca tengo la sensación de haber encontrado todas las soluciones. En cambio, si uno se sienta con papel y boli, a observar el problema y plantear todas las soluciones, en media hora pues no requiere más tiempo, uno llega al convencimiento de que esas son todas las alternativas. ¿Cuál es el problema? Que muchas no nos gustan porque tienen un coste. Por eso, cuando solo lo pensamos siempre esperamos a la solución mágica y en cambio, si las escribimos, puedes darte un día para decidir cuál es la mejor pero sabrás que las que están redactadas son todas las posibilidades, aún con el coste. 

«La mente solo se puede entrenar para la atención o para la dispersión»

Javier García Campayo también dirige el Máster en Mindfulness en la Universidad de Zaragoza.

—Con el objetivo de romper el piloto automático, propone la práctica de los tres minutos. ¿En qué consiste?

—Es una práctica muy sencilla de mindfulness para hacer en el día a día. Lo problemático es estar pensando en cualquier cosa mientras hacemos otra. Por ejemplo, voy andando por la calle y tengo la mente en cosas del trabajo, con lo cual me paso de mi destino. El primer minuto de esta práctica, que es de atención, es para anclarnos a la respiración, que suele ser uno de los soportes de la activación que más utilizamos porque siempre está funcionando y se puede utilizar. Una vez ahí, observamos cómo son estos pensamientos. Uno de los temas más importantes es observar la mente, cómo funciona, pues la mayor parte de nuestros pensamientos no son voluntarios, no los generamos a idea, sino que aparecen solos. A continuación, el segundo elemento es utilizar la respiración como soporte, notar las sensaciones, contar las respiraciones, de manera que si me voy y pierdo la cuenta, vuelvo a ella. Eso hace que los desanclajes que tenía hace un minuto vayan desapareciendo, porque mi atención está centrada en contar respiraciones. Y con solo un minuto, ya se rompe el dulce de rumiaciones. Por último, la tercera parte es conectar con el cuerpo otra vez, porque en realidad y como siempre digo, nosotros no vivimos la vida, sino que la pensamos. Con este tercer minuto nos reconectamos con el cuerpo y nos comprometemos a estar más atentos al día a día y a lo que hacemos, no a las rumiaciones.  La gente que es feliz está la mayor parte del tiempo con la mente en lo que está haciendo, y sin embargo, la gente que no lo es está todo el tiempo con la mente en algo distinto a lo que está haciendo. Es decir, si estoy fregando, lo disfruto, porque también se puede, como ocurre al notar el agua caliente. Ese cambio es clave. 

—¿Por qué es tan importante poner atención en todo lo que hacemos?

—Porque la mente solo podemos entrenarla a la atención, o a la dispersión. La gente tiene una idea errónea de que puede estar atento a lo importante, y disperso a lo que no es importante. No, si entreno la mente en la atención, estaré pendiente de todo; pero si la entreno en la dispersión, aunque mi hijo me esté contando lo más importante, estaré disperso. 

—En los últimos años, el «mindfulness» se ha popularizado a gran escala. Ha pasado del nivel clínico a un uso más recreacional. Usted dirige uno de los primeros másteres que se hicieron, al respecto, en España, ¿qué es y qué no es?

—Uno de los mitos que hay es que es poner la mente en blanco y no pensar en nada. Eso no es así, mindfulness es poner la atención en lo que se está haciendo. Es el desarrollo de la atención. El bienestar de la mente empieza cuando la mente está estable y la felicidad solo puede encontrarse en lo que estemos haciendo aquí y ahora. Es un entrenamiento de la atención porque es lo que está ligado al bienestar de las ideas. 

—Durante su estancia en Canadá observó que el sentimiento de culpa, ante una depresión, es mucho más frecuente en la cultura occidental. ¿Por qué piensa que hay esta diferencia?

—Tiene que ver con diferentes factores. Primero, con la religiosidad que hay en nuestra cultura judeocristiana, la cual enfatiza mucho la culpa, la sensación de que yo no estoy bien hecho, de que tendría que hacer las cosas de otra manera. Pero además, es una cosa que se ha transmitido de generación en generación. Por ejemplo, si mi hijo hace algo mal, como padre le diré que no me gusta lo que ha hecho y que tendrá consecuencias. Sin embargo, es común que los padres le digan: «Si haces esto papá y mamá no te querrán». Está muy ligado a la culpa, que es como un virus que se transmite de generación en generación. Esto da una sensación de no estar bien o tener que cumplir unos estándares, y no existe de tal forma en otras culturas. No es tan frecuente. 

—Usted dice lo siguiente «Un pensamiento positivo como funcionamiento habitual se asocia a grandes beneficios físicos y mentales». ¿Pensar positivo es pensar que siempre todo saldrá bien? Ahora hay una corriente de esta felicidad extrema. 

—Para nada. El pensamiento positivo tiene que ver con reinterpretar lo que me ocurre. No es tener una expectativa de que las cosas me vayan a ir bien, sino de asumir que las cosas pueden ir bien o mal, que es algo que los seres humanos no controlamos, pero que nosotros vamos a poder reinterpretarlo y disfrutarlo independientemente de lo que ocurra. Esto sería la visión del pensamiento positivo. Por ejemplo, en el libro cuento una experiencia personal: mi madre estuvo a punto de morir cuando yo tenía 8 años. Como es lógico, fue un evento traumático, y para muchas personas eso le ha generado una especie de justificación de su malestar, pero para mí, puedo decir que fue lo mejor que me pasó en la vida porque esa sensación de impermanencia tan clara, me permitió vivir de una forma intensa, sabiendo que todo se puede acabar en cualquier momento. Los seres humanos tenemos la capacidad de poder afrontar y adaptarnos a lo que nos ocurra aunque sea negativo, que de por sí es una fortaleza.  Es verdad que ahora se habla del «todo saldrá bien», pero es absurdo porque te produce más sufrimiento. 

—Adicción a las cosas externas, vivir demasiado rápido o cómo afecta el estrés a nuestro cuerpo. ¿Qué tres claves daría para que alguien, que lea esta entrevista, pueda ponerle fin?

—Primero, que vea su relación con el tiempo. Es decir, que analice si todo el tiempo tiene que estar haciendo cosas, si se puede permitir estar una tarde sin hacer nada, disfrutar de un atardecer, de pasear o de poder jugar con sus hijos, que es algo que mucha gente teme no poder hacer.  Después, que busque su sentido de la vida, que es lo que quiere hacer con ella, que es lo importante. Al final, miraremos toda nuestra historia y nos replantearemos si ha valido la pena. Si nuestra respuesta es coherente a lo que hemos hecho, nos dará una sensación de bienestar increíble. Y, el tercer elemento sería nuestra relación con los demás. Es decir, en qué podemos ayudar, cómo podemos hacer al resto más felices sin disminuir nuestra felicidad y bienestar. Buscar esa sensación de conexión con otras personas, lo que es una fuente de felicidad inagotable, la sensación de ayudar y querer a otros, de hacer algo por otros, que muchas veces va ligado con el sentido de la vida.


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