María Couso, pedagoga: «El móvil es una buena Supernanny para dejar al niño y seguir con nuestro ritmo de vida»
La Tribu
La gallega, experta en neuroeducación, desgrana el daño que pueden ocasionar las pantallas de no utilizarse correctamente
18 Oct 2024. Actualizado a las 15:45 h.
Un tema que preocupa a muchas familias es el uso de la tecnología por parte de los jóvenes. Sin embargo, es muy habitual ver que un bebé se entretiene con un vídeo en su carrito. María Couso (Vigo,1986) pedagoga, especializada en neuroeducación, lamenta que las pantallas se utilicen como una supernanny. «El impacto de la tecnología no es por lo que nos pone delante, sino por lo que nos roba», comenta. Presenta su nuevo libro Cerebro y pantallas (Destino, 2024), en el que desgrana cómo la tecnología impacta en el desarrollo cognitivo.
—¿Tiene sentido seguir planteando la dicotomía entre el sí o el no a las pantallas? Es complicado escapar de ellas.
—No existen respuestas simples, muy a la gallega. Sí que es verdad que antes de los dos años no se debería permitir ninguna exposición a ninguna, incluyendo la televisión, porque antes de esa edad cualquier uso es ya un abuso, según han demostrado las diferentes investigaciones y así constatan algunos organismos de salud pública como la OMS o como la Academia Americana de Pediatría. A partir de los dos, hay que hacer un uso restringido y controlado. La dicotomía no debería ser pantallas sí o no, sino cómo, a qué edad, y qué tipo de dispositivos.
—¿De dónde deben proceder los estímulos que recibe un niño de uno, dos o tres años?
—Sabemos que toda la infancia necesita de realidad para su desarrollo. Donde más están impactando las pantallas es en el tiempo que se les está robando a los niños de experiencias con estímulos que enriquezcan ese desarrollo, que no lo mermen o que, por lo menos, no impacten negativamente. El impacto no es tanto por lo que la pantalla nos pone delante, sino por lo que nos roba. A esa edad, los niños necesitan de estímulos manipulativos y, por supuesto, de un mediador que sea una figura humana.
—La crítica también puede dirigirse a los mayores. Los pequeños no son los únicos absortos con los móviles.
—Totalmente. La reflexión debería partir también de cómo utilizamos los adultos nuestro teléfono. Hay un dato que comparto que sugiere que, de media, consultamos unas 150 veces el teléfono al día. Este dato es bastante revelador. Y simplemente, tocar el teléfono, lo hacemos de media unas 2.600 veces. La tecnología es una herramienta per sé y, utilizada según a qué edades y para qué objetivos, es muy beneficiosa. Sin embargo, creo que hay que empezar la reflexión sobre cómo lo estamos haciendo los adultos para poder imprimirlo en la infancia. Si hay algo que sabemos en educación es que lo que importa es dar modelo con acciones y no con palabras.
—Usted misma comenta en el libro que es complicado deshacerse de ellos. Lo utilizamos para un sinfín de objetos: desde una calculadora, a un mensaje o un mapa.
—Sí. Y después el ritmo de vida que llevamos los adultos, que es algo importante transmitir a las familias. En ocasiones, ese ritmo no nos permite la desconexión que querríamos, por eso es importante marcarse el término de los horarios laborales. El teléfono para el trabajo queda totalmente desconectado una vez que yo finalizo mis horas laborales porque, sino parece que estamos en una constante hiperconexión 24 horas al día. Yo misma, con mis hijos, utilizo mucho la tecnología, pero ellos saben perfectamente cuando estoy empleando el tiempo pasando el rato y cuando estoy trabajando. Si estoy con ellos, les hago saber que les estoy prestando una atención consciente.
—¿Cómo se desarrolla la motivación intrínseca?
—Sabemos que la motivación no se desarrolla, a nivel intrínseco, hasta casi los once, doce o trece años de vida. La motivación intrínseca es esa que nos lleva a hacer cosas por nosotros mismos, sin necesidad de que exista un premio o un refuerzo, tanto positivo como negativo, en el contexto extenso. Es importante entender que si exponemos a los niños constantemente a contextos en los que se premia o castiga —tanto puede ser un premio, como poner una pantalla delante que les permite tener lo que quieran con un toque—, estaremos inculcando a ese cerebro que trabaje constantemente en motivación extrínseca. Y esa exposición a estímulos externos continuos merma la intrínseca, que en un niño normotípico aparecía entre los once y trece años.
—Con esta motivación que viene de fuera, ¿está bien darles premios por sacar buenas notas o por recoger su habitación?
—No. Esto es lo que tendríamos que estar evitando. Deberíamos reducir el hecho de proporcionarles estos premios y castigos en los primeros años de vida. Es pan para hoy y hambre para mañana. Como padres, podemos pensar que nos funciona a corto plazo, pero la educación conlleva sembrar durante mucho tiempo, incluso sin ver crecer esas pequeñas ramificaciones de la planta, para después tener ese gran árbol.
—Señala que a los niños habría que darles un propósito de vida. Una motivación.
—Sí, yo creo que lo que falta es mucha comunicación en las familias. Es decir, para que esa motivación intrínseca se pueda desarrollar, tenemos que partir de reflexionar; y para reflexionar es necesario tener tiempo con la familia para dedicarlo a las conversaciones. Hace falta que hablemos de qué quieren, del propósito vital de cada uno, por muy pequeño que sea. Aquí volvemos a lo que decía antes, parece que las familias no tienen tiempo para esta comunicación fluida; el uso de la tecnología es una estupenda supernanny para dejar ahí al niño y poder seguir el ritmo de vida que tenemos, sobre todo, en cargas laborales. Es un recurso fácil y accesible para todos.
—¿Cómo entra en juego la dopamina en materia de pantallas?
—Tenemos que entender que nuestro cerebro es predictivo, estamos constantemente haciendo predicciones. Barajamos en nuestra cabeza, incluso a nivel inconsciente, qué es lo que va a venir después. ¿Qué sucede? Que la pantalla no permite que esta predicción que nosotros podamos tener en el cerebro se cumpla, porque siempre nos sorprende, porque no sabemos qué pasa en una película, o no sabemos qué pantalla va a venir al día siguiente en el videojuego; desconocemos lo que viene. Como estamos a expensas de qué va a pasar, se dispara una sustancia química en nuestro cerebro que se denomina dopamina. Realmente, se libera por la expectativa de placer, no por el placer en sí mismo, ya que cuando alcanzamos el objetivo que pretendíamos, la dopamina se cae. Esta sustancia tiene un comportamiento de tolerancia, de alguna manera, cuando consigue un objetivo ya quiere el siguiente. Yo siempre le llamo la famosa vendehumos, porque te vende una cosa que va a hacerte súper feliz y, al final cuando la consigues, busca la siguiente y sientes que no eres tan feliz como pensabas que ibas a ser. Hay que entender que si nosotros liberamos reiteradamente la dopamina, habrá una incapacidad constante para sentirnos satisfechos con nuestro día, y una necesidad constante de liberación.
—¿Esto preocupa más en la población infantil?
—Especialmente, en los cerebros de los niños, la dopamina no tiene parangón porque hace falta algo que llamamos control de impulsos, que está situado en la corteza prefrontal. Esta zona detrás de nuestra frente todavía se encuentra en desarrollo en fases infantiles. Fíjate que el cerebro no termina de desarrollarse hasta los 25 años, aproximadamente, y hay recientes investigaciones que dicen que podría ser hasta los 34. Como esta área es la última que se desarrolla, lo que estamos haciendo es permitir que los niños accedan a contenidos donde no tienen un buen control de impulsos y merman la capacidad de trabajo que podríamos tener para que lo mejorasen. Por eso, tenemos siempre una insatisfacción constante o casi permanente. Nunca es suficiente y siempre queremos más. Esto es lo que hace la pantalla, de ahí que los adultos nos quedemos, a veces, durante horas obnubilados viendo vídeos en redes sociales.
—Hay una comparación en la que dice que una excursión al Everest para nuestro cuerpo es igual que un mundo tecnológico para el cerebro del niño.
—Efectivamente. Estamos haciendo una inmersión en la digitalización de la primera infancia sin ver cuales son los efectos porque, desgraciadamente, no son visibles ni a corto plazo, ni por la mayoría de la población.
—Usted desmonta la teoría de los nativos digitales.
—Sí. Es un término que acuñó un pedagogo americano, hace como una década. Pero él no lo hacía con base científica, sino que se refería a estos niños, los cuales podrían tener más inmersión en la digitalización. El motivo no era que tuviesen cerebros diferentes, sino que desde la cuna estaban metidos en ellos. Ahora bien, no hay nada en el cerebro humano que haya cambiado en el momento del nacimiento en los últimos 50.000 años. Por ende, no deberíamos necesitar nada diferente a lo que necesitaron nuestros abuelos o tatarabuelos a nivel de estímulos.
—¿Qué consecuencias tiene el uso y abuso de las pantallas?
—Hay varios niveles. Primero, si empezamos a utilizar las pantallas en la infancia, veremos una merma de las competencias lingüísticas. A nivel de lenguaje se ha observado mucho. En el ámbito educativo se ve que los niños entran al sistema con tres años con un bajo vocabulario y mala implementación de las estructura del lenguaje. Lo que se ha comprobado en un metaanálisis de casi 19.000 participantes, que eran menores de edades comprendidas entre tres y cuatro años, y que estaban expuestos de manera regular a pantallas, es que había una menor mielinización de las áreas cognitivas del lenguaje. Esto quiere decir que si todas nuestras neuronas tienen que estar recubiertas de una especie de vaina, que permiten el paso de la información a través de esas conexiones neuronales, las cubiertas de estos niños expuestos eran de peor calidad. Algunas de ellas, incluso, no estarían llegando a los tiempos de desarrollo en los que deberían estar. Por otro lado, tenemos niños con dificultades atencionales. Curiosamente, lo que se encarga de dirigir la atención en el cerebro es la dopamina. Cuando nosotros necesitamos de un estímulo externo que atraiga la liberación de nuestra dopamina y que, a la vez, secuestra nuestra atención, inhibimos la capacidad de desarrollo de las rutas que la población llama concentración. Tener voluntad de centrarte en una tarea sin necesidad de que esa tarea sea atractiva. Se está observando una incapacidad en la infancia para mantener tareas de atención sostenida, incluso selectiva. Y en tercer lugar, si hablamos de la gestión emocional, sabemos que hay un impacto directo con el uso temprano de las pantallas en los niños porque tienen una dificultad tarot en la percepción como en la gestión de las emociones.
—¿Podría darme un ejemplo?
—Claro. Si cuando mi hijo tiene una rabieta, le pongo una pantalla, anulo la autopercepción que tiene el niño de su propia emoción, y al hacer esto, no la percibe ni aprende a gestionarla. ¿Cómo gestionará este niño cuando sea adulto su frustración? Yendo a la pantalla. Va a haber un analfabetismo emocional, niños que no son capaces de detectar sus emociones, reconociéndolas y poniéndoles etiquetas. Eso es algo que ya se está observando, porque hay una bajada bastante pronunciada en los niveles de tolerancia a la frustración. Niños poco persistentes, que no mantienen la tarea y con poco nivel de resiliencia.
—Hablando de atención, explica que la multitarea no existe.
—Así es. Nuestro cerebro no es multitarea, sino que hemos aprendido a cambiar muy fácilmente de una a otra, y lo hacemos a tal velocidad que parecen simultáneas. Se ha visto que cuando cambias de tarea —en el caso de las pantallas es algo tan simple como ver una serie y tener el móvil en la mano—, decrece la eficiencia de la actividad en sí. Perdemos muchísimos tiempo, algunos estudios dicen que tardamos unos 23 minutos en recuperar la acción inicial después de ser interrumpidos. Es mejor atender a una cosa cada vez de manera seria, que hacer una planificación paralela, porque nuestros cerebro no está preparado para seguir tal carga de estímulos.
—¿A qué edad le doy el móvil al niño?
—Yo nunca suelo hablar de edades, como digo en el libro, no soy tajante al respecto porque entiendo que hay consideraciones individuales respecto al desarrollo de cada niño. Lo que sí sabemos es que por las características de la adolescencia, cuanto más tarde entreguemos un dispositivo, mejor. Es una fase neurobiológica de susceptibilidad en hiperreactividad emocional. Los adolescentes son susceptibles a la presión de grupo, a creer que todo lo que ven es real o a tener un deseo de pertenencia. Un dispositivo es un acelerador de todo ello.
—¿Qué cosas pueden hacer las familias para reducir este uso?
—Cosas más sencillas. Por ejemplo, prohibir, incluso entre adultos, la entrada de dispositivos a la cocina a la hora de comer. Intentar hacer zonas libres en el hogar, una la cocina y otra en la habitación. Sabemos que el uso de dispositivos móviles es muy accesible durante la noche; hay un porcentaje bastante considerable de adolescentes que los usan después de la medianoche, lo que disminuye la calidad del sueño y aumenta el tiempo que tardan en quedarse dormidos. También podemos ponernos horarios o señalar los tiempos máximos de aplicaciones que puedes utilizar al día para que el dispositivo, automáticamente, las cierre al cumplirse.